Tlahui-Medic. No. 15, I/2003
Respuesta del Jefe Piel Roja de Seattle, al Presidente de los EE UU
Letter of Chief Seattle of the Suwamish Tribe, 1855
Déclaration du Chef Indien Seattle au Grand Chef de Washington, 1855
Lettera del Gran Capo Seattle, al Presidente Degli Stati Uniti, 1855
Cabdill de la tribu Suwamish al president dels EUA, Frankiln Pierce
Tata Seathl, Suwanis markata qilqapa, Presidente Franklin Pierce EUA
Tlahui: Intercambio de Mensajes sobre el Jefe de Seattle
Extracto Resumido del Libro Cacique Seattle. Cartas por la Tierra
Texto Original del Discurso u "Oración" de Sealth
Este mundo de la injusticia globalizada
La Enfermedad de la Organización Mundial de Comercio
Genéricamente Hipócritas
Virgen de Guadalupe S.A.
¿Ahora los "biopiratas" son los campesinos?
Invitación al Seminario sobre Biodiversidad, Enero, 2003
Invitación a Escribir en la Revista de Etnobiología
Este mundo de la injusticia globalizada
José Saramago
Miércoles 6 de Febrero, 2002
Este texto fue leído en la clausura del Foro Mundial Social reunido en
Porto Alegre (Brasil) y fue publicado el 6 de febrero en El País, de Madrid.
Comenzaré por contar en brevísimas palabras un hecho notable de la vida
rural ocurrido en una aldea de los alrededores de Florencia hace más de
cuatrocientos años. Me permito solicitar toda su atención para este
importante acontecimiento histórico porque, al contrario de lo habitual, la
moraleja que se puede extraer del episodio no tendrá que esperar al final
del relato; no tardará nada en saltar a la vista.
Estaban los habitantes en sus casas o trabajando los cultivos, entregado
cada uno a sus quehaceres y cuidados, cuando de súbito se oyó sonar la
campana de la iglesia. En aquellos píos tiempos (hablamos de algo sucedido
en el siglo XVI), las campanas tocaban varias veces a lo largo del día, y
por ese lado no debería haber motivo de extrañeza, pero aquella campana
tocaba melancólicamente a muerto, y eso sí era sorprendente, puesto que no
constaba que alguien de la aldea se encontrase a punto de fenecer. Salieron
por lo tanto las mujeres a la calle, se juntaron los niños, dejaron los
hombres sus trabajos y menesteres, y en poco tiempo estaban todos
congregados en el atrio de la iglesia, a la espera de que les dijesen por
quién deberían llorar. La campana siguió sonando unos minutos más, y
finalmente calló. Instantes después se abría la puerta y un campesino
aparecía en el umbral. Pero, no siendo éste el hombre encargado de tocar
habitualmente la campana, se comprende que los vecinos le preguntasen dónde
se encontraba el campanero y quién era el muerto. 'El campanero no está
aquí, soy yo quien ha hecho sonar la campana', fue la respuesta del
campesino. 'Pero, entonces, ¿no ha muerto nadie?', replicaron los vecinos,
y el campesino respondió: 'Nadie que tuviese nombre y figura de persona; he
tocado a muerto por la Justicia, porque la Justicia está muerta'.
¿Qué había sucedido? Sucedió que el rico señor del lugar (algún conde o
marqués sin escrúpulos) andaba desde hacía tiempo cambiando de sitio los
mojones de las lindes de sus tierras, metiéndolos en la pequeña parcela del
campesino, que con cada avance se reducía más. El perjudicado empezó por
protestar y reclamar, después imploró compasión, y finalmente resolvió
quejarse a las autoridades y acogerse a la protección de la justicia. Todo
sin resultado; la expoliación continuó. Entonces, desesperado, decidió
anunciar urbi et orbi (una aldea tiene el tamaño exacto del mundo para
quien siempre ha vivido en ella) la muerte de la Justicia. Tal vez pensase
que su gesto de exaltada indignación lograría conmover y hacer sonar todas
las campanas del universo, sin diferencia de razas, credos y costumbres,
que todas ellas, sin excepción, lo acompañarían en el toque a difuntos por
la muerte de la Justicia, y no callarían hasta que fuese resucitada. Un
clamor tal que volara de casa en casa, de ciudad en ciudad, saltando por
encima de las fronteras, lanzando puentes sonoros sobre ríos y mares, por
fuerza tendría que despertar al mundo adormecido... No sé lo que sucedió
después, no sé si el brazo popular acudió a ayudar al campesino a volver a
poner los lindes en su sitio, o si los vecinos, una vez declarada difunta
la Justicia, volvieron resignados, cabizbajos y con el alma rendida, a la
triste vida de todos los días. Es bien cierto que la Historia nunca nos lo
cuenta todo...
Supongo que ésta ha sido la única vez, en cualquier parte del mundo, en que
una campana, una inerte campana de bronce, después de tanto tocar por la
muerte de seres humanos, lloró la muerte de la Justicia. Nunca más ha
vuelto a oírse aquel fúnebre sonido de la aldea de Florencia, mas la
Justicia siguió y sigue muriendo todos los días. Ahora mismo, en este
instante en que les hablo, lejos o aquí al lado, a la puerta de nuestra
casa, alguien la está matando. Cada vez que muere, es como si al final
nunca hubiese existido para aquellos que habían confiado en ella, para
aquellos que esperaban de ella lo que todos tenemos derecho a esperar de la
Justicia: justicia, simplemente justicia. No la que se envuelve en túnicas
de teatro y nos confunde con flores de vana retórica judicial, no la que
permitió que le vendasen los ojos y maleasen las pesas de la balanza, no la
de la espada que siempre corta más hacia un lado que hacia otro, sino una
justicia pedestre, una justicia compañera cotidiana de los hombres, una
justicia para la cual lo justo sería el sinónimo más exacto y riguroso de
lo ético, una justicia que llegase a ser tan indispensable para la
felicidad del espíritu como indispensable para la vida es el alimento del
cuerpo. Una justicia ejercida por los tribunales, sin duda, siempre que a
ellos los determinase la ley, mas también, y sobre todo, una justicia que
fuese emanación espontánea de la propia sociedad en acción, una justicia en
la que se manifestase, como ineludible imperativo moral, el respeto por el
derecho a ser que asiste a cada ser humano.
Pero las campanas, felizmente, no doblaban sólo para llorar a los que
morían. Doblaban también para señalar las horas del día y de la noche, para
llamar a la fiesta o a la devoción a los creyentes, y hubo un tiempo, en
este caso no tan distante, en el que su toque a rebato era el que convocaba
al pueblo para acudir a las catástrofes, a las inundaciones y a los
incendios, a los desastres, a cualquier peligro que amenazase a la
comunidad. Hoy, el papel social de las campanas se ve limitado al
cumplimiento de las obligaciones rituales y el gesto iluminado del
campesino de Florencia se vería como la obra desatinada de un loco o, peor
aún, como simple caso policial. Otras y distintas son las campanas que hoy
defienden y afirman, por fin, la posibilidad de implantar en el mundo
aquella justicia compañera de los hombres, aquella justicia que es
condición para la felicidad del espíritu y hasta, por sorprendente que
pueda parecernos, condición para el propio alimento del cuerpo. Si hubiese
esa justicia, ni un solo ser humano más moriría de hambre o de tantas
dolencias incurables para unos y no para otros. Si hubiese esa justicia, la
existencia no sería, para más de la mitad de la humanidad, la condenación
terrible que objetivamente ha sido. Esas campanas nuevas cuya voz se
extiende, cada vez más fuerte, por todo el mundo, son los múltiples
movimientos de resistencia y acción social que pugnan por el
establecimiento de una nueva justicia distributiva y conmutativa que todos
los seres humanos puedan llegar a reconocer como intrínsecamente suya; una
justicia protegida por la libertad y el derecho, no por ninguna de sus
negaciones. He dicho que para esa justicia disponemos ya de un código de
aplicación práctica al alcance de cualquier comprensión, y que ese código
se encuentra consignado desde hace cincuenta años en la Declaración
Universal de los Derechos Humanos, aquellos treinta derechos básicos y
esenciales de los que hoy sólo se habla vagamente, cuando no se silencian
sistemáticamente, más desprestigiados y mancillados hoy en día de lo que
estuvieran, hace cuatrocientos años, la propiedad y la libertad del
campesino de Florencia. Y también he dicho que la Declaración Universal de
los Derechos Humanos, tal y como está redactada, y sin necesidad de alterar
siquiera una coma, podría sustituir con creces, en lo que respecta a la
rectitud de principios y a la claridad de objetivos, a los programas de
todos los partidos políticos del mundo, expresamente a los de la denominada
izquierda, anquilosados en fórmulas caducas, ajenos o impotentes para
plantar cara a la brutal realidad del mundo actual, que cierran los ojos a
las ya evidentes y temibles amenazas que el futuro prepara contra aquella
dignidad racional y sensible que imaginábamos que era la aspiración suprema
de los seres humanos. Añadiré que las mismas razones que me llevan a
referirme en estos términos a los partidos políticos en general, las aplico
igualmente a los sindicatos locales y, en consecuencia, al movimiento
sindical internacional en su conjunto. De un modo consciente o
inconsciente, el dócil y burocratizado sindicalismo que hoy nos queda es,
en gran parte, responsable del adormecimiento social resultante del proceso
de globalización económica en marcha. No me alegra decirlo, mas no podría
callarlo. Y, también, si me autorizan a añadir algo de mi cosecha
particular a las fábulas de La Fontaine, diré entonces que, si no
intervenimos a tiempo -es decir, ya- el ratón de los derechos humanos
acabará por ser devorado implacablemente por el gato de la globalización
económica.
¿Y la democracia, ese milenario invento de unos atenienses ingenuos para
quienes significaba, en las circunstancias sociales y políticas concretas
del momento, y según la expresión consagrada, un Gobierno del pueblo, por
el pueblo y para el pueblo? Oigo muchas veces razonar a personas sinceras,
y de buena fe comprobada, y a otras que tienen interés por simular esa
apariencia de bondad, que, a pesar de ser una evidencia irrefutable la
situación de catástrofe en que se encuentra la mayor parte del planeta,
será precisamente en el marco de un sistema democrático general como más
probabilidades tendremos de llegar a la consecución plena o al menos
satisfactoria de los derechos humanos. Nada más cierto, con la condición de
que el sistema de gobierno y de gestión de la sociedad al que actualmente
llamamos democracia fuese efectivamente democrático. Y no lo es. Es verdad
que podemos votar, es verdad que podemos, por delegación de la partícula de
soberanía que se nos reconoce como ciudadanos con voto y normalmente a
través de un partido, escoger nuestros representantes en el Parlamento; es
cierto, en fin, que de la relevancia numérica de tales representaciones y
de las combinaciones políticas que la necesidad de una mayoría impone,
siempre resultará un Gobierno. Todo esto es cierto, pero es igualmente
cierto que la posibilidad de acción democrática comienza y acaba ahí. El
elector podrá quitar del poder a un Gobierno que no le agrade y poner otro
en su lugar, pero su voto no ha tenido, no tiene y nunca tendrá un efecto
visible sobre la única fuerza real que gobierna el mundo, y por lo tanto su
país y su persona: me refiero, obviamente, al poder económico, en
particular a la parte del mismo, siempre en aumento, regida por las
empresas multinacionales de acuerdo con estrategias de dominio que nada
tienen que ver con aquel bien común al que, por definición, aspira la
democracia. Todos sabemos que así y todo, por una especie de automatismo
verbal y mental que no nos deja ver la cruda desnudez de los hechos,
seguimos hablando de la democracia como si se tratase de algo vivo y
actuante, cuando de ella nos queda poco más que un conjunto de formas
ritualizadas, los inocuos pasos y los gestos de una especie de misa laica.
Y no nos percatamos, como si para eso no bastase con tener ojos, de que
nuestros Gobiernos, esos que para bien o para mal elegimos y de los que
somos, por lo tanto, los primeros responsables, se van convirtiendo cada
vez más en meros comisarios políticos del poder económico, con la misión
objetiva de producir las leyes que convengan a ese poder, para después,
envueltas en los dulces de la pertinente publicidad oficial y particular,
introducirlas en el mercado social sin suscitar demasiadas protestas, salvo
las de ciertas conocidas minorías eternamente descontentas...
¿Qué hacer? De la literatura a la ecología, de la guerra de las galaxias al
efecto invernadero, del tratamiento de los residuos a las congestiones de
tráfico, todo se discute en este mundo nuestro. Pero el sistema
democrático, como si de un dato definitivamente adquirido se tratase,
intocable por naturaleza hasta la consumación de los siglos, ése no se
discute. Mas si no estoy equivocado, si no soy incapaz de sumar dos y dos,
entonces, entre tantas otras discusiones necesarias o indispensables, urge,
antes de que se nos haga demasiado tarde, promover un debate mundial sobre
la democracia y las causas de su decadencia, sobre la intervención de los
ciudadanos en la vida política y social, sobre las relaciones entre los
Estados y el poder económico y financiero mundial, sobre aquello que afirma
y aquello que niega la democracia, sobre el derecho a la felicidad y a una
existencia digna, sobre las miserias y esperanzas de la humanidad o,
hablando con menos retórica, de los simples seres humanos que la componen,
uno a uno y todos juntos. No hay peor engaño que el de quien se engaña a sí
mismo. Y así estamos viviendo.
No tengo más que decir. O sí, apenas una palabra para pedir un instante de
silencio. El campesino de Florencia acaba de subir una vez más a la torre
de la iglesia, la campana va a sonar. Oigámosla, por favor.
Mensaje enviado a Tlahui para su difusión por la lista de correos del EZLN:
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From: mariano@laneta.apc.org
Subject: [Fzln-l] Este mundo de la injusticia globalizada: Saramago
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Date: Wed, 06 Feb 2002 23:11:49 -0600
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