TLAHUI     
Cuento: La Serpiente Negra

Oscar Armando Tobar
Escritor salvadoreño
Tlahui, No. 2, II/1996

    La Camioneta Cherokee, rodaba cautelosa y sin parar. Atravesando campos y poblados como un gusano, sobre el lomo inmóvil de una enorme serpiente negra.

    Era un mundo de contrastes y tradiciones, aquella pequeña república. Anclada, como una caja de sorpresas en la hebilla del cinturón continental de América Latina.

    Al sur. El mar abrazaba las orillas con sus olas, y hacía el norte se proyectaban los cerros y volcanes, parecía una gigantesca multitud, escuchando los lamentos que los vientos traían. Era uno de los paises más pequeños, que el mundo entero, jamás conoció.

    En ese país, han vivido desafíos crueles y Angustias en prisión. Por donde quiera que palpitara un corazón, sus venas conducían desesperación, sin saber quien sería el próximo protagonista, camino al calvario.

    Entre promesas y realidades, también se predicaba una sabiduría sin acción. Disfrazando ignorancia con intención criminal.

    En una "Y" formada entre la serpiente oscura y un camino vecinal sin pavimentación. Cerca de un puente, plateado, recién pintado, la camioneta fue escoltada, por un Jeep verde olivo. Los dos vehículos corrían en la misma dirección.
    Dentro de la camioneta, se transportaban cinco mal olientes personajes, quiénes eran difíciles de reconocer por la oscuridad de los vidrios cerrados.

    Se dijo después que uno de ellos era José Maria, "Chema". Un hombre de pocas palabras y con rasgos campesinos: siempre su mirada fría y dura en sus ojos negros y embolsados, pómulos grandes y salientes, nariz ancha como de un boxeador muchas veces apaleado, con labios carnosos, cabello negro y lacio; todo en una piel trigueña.

    No podía pasar veinticuatro horas sin hablar de peleas, balazos, machetazos, puñetazos y de muertos. Sí, era más duro que sus dientes.

    Era muy parco al hablar; su voz grave y lenta.
    "Chema" era un apéndice del poder tiránico. Un juez dictando y ejecutando crueles sentencias. Era robusto y de estatura mediana, entre los veinte y treinta años de edad.

    A su recuento mental venía, el día, en que fue reclutado, para formar parte del ejercito. Fue un Domingo por la tarde, después de un evento Futbolístico.

    La procesión de espectadores de todas las edades, volviendo a sus casas, la mayoría eran hombres, a cual más borracho, caminaban detrás de las muchachas para ver como se movían. Estas eran las últimas generaciones de campesinos timidos, pero sinceros.

    Al salir a la calle principal, en los dos extremos, se encontraba el comisionado del pueblo, encargado de la autoridad civil. El comisionado esperaba con una docena de sus hombres todos ex-soldados, "reservistas", cada uno tenía una cuerda en sus manos, con una lazada en un extremo.

    Esperaron a que pasaran las muchachas y luego, corrieron rápidamente al grupo de los jovenes. Sólo se escucho un grito de huida "Están reclutando", y todos empezaron a correr.
    Tropezando unos con otros, saltaron cercas y buscaron escondite. Sólo los borrachos, fueron alcanzados, corrían menos.

    Días después, ya en el regimiento, algunos no quisieron prestar su servicio militar, el cual no era obligatorio. Así, fueron azotados con "una verga de toro"; casi, la mitad de los campesinos.

    Como una tradición centenaria, en el ejercito, se acostumbraba colectar, el aparato urinario de toros. Rajaban un extremo en dos o tres, luego se bañaba en sal. Se retorcía y se estiraba tan fuerte como se podía. Deshidratándose en un par de semanas a la intemperie. Formaban un látigo fuerte y afilado.
    Este látigo simboliza para ellos; el "macho", el "toro" y "el hombre". Estas tácticas iniciales, en la vida de un soldado le daban: Sumisión, temor, coraje y odio. Era una interpretación deformada y masoquista de las logias masónicas.

    Habían pasado varios años y nuevamente "Chema", iba al cuartel. Esta vez como agente de la Guardia Nacional y miembro de el servicio de "asuntos especiales". Nadie iva uniformado. Todos eran militares, pero; en diferentes fuerzas castrenses.

    La noche les había envuelto en su luto, llegando a las primeras casas de la ciudad. Donde se encontraba el cuartel general. A una señal de luces, las puertas se abrieron. Los dos vehículos fueron conducidos hasta estacionarse al margen de una cancha de fútbol, dentro del cuartel.
    Un sargento, les llevó a una habitación pequeña de un sótano, donde fueron encerrados.

    Ahí había cigarillos, comida de rápida digestión y carne cruda para asar, pero ningún medio de comunicación hacía el exterior. Nadie conocía a nadie, que no fuera de su sección de operativos. Estos agentes disponían de privilegios especiales, tales como mejores prestaciones sociales y económicas, dentro de su gremio militar y sobre todo, inmunidad absoluta.

    Un teniente, minutos después, llegó a formar tres grupos. Les llamó a cada uno, por un nombre ficticio (Carta blanca, Teófilo, Cara de hule, Crisóforo, Tigre, El niño...). Un nombre clave, según decían por razones de seguridad. Cada uno de ellos, había sido seleccionado, por su capacidad de seguir instrucciones precisas, discreción y capacidad de espionaje; según criterios de un equipo de sicólogos y consejeros del alto mando del ministerio de defensa, quiénes habían entrevistado a centenares de aspirantes.

    Cada grupo fue llevado por separado a salas diferentes para recibir instrucciones especiales. La espera fue larga e intensa, hasta que al fin se oyeron pasos secos en la sala; todos estaban tensos e inmóviles. Llegó un hombre de unos treinta y cinco años de edad, cabello bastante largo, en blue jean y muy serio, su cara gorda parecia un bulldog, de ladrar áspero, cuando se plantó frente de ellos...

    - Buenas noches muchachos, Soy El Capitán, encargado de esta operación - Los observó detenidamente, mientras tanto; todos, en un rápido movimiento hicieron su respectivo saludo militar. Nadie sabía su verdadero nombre, siempre fue, un secreto entre sus subalternos.

    El capitán, nuevamente, tendió una mirada desconfiada y amenazante a cada uno de los diez hombres en el salón, y después de esta pausa; en una pizarra, trazó un mapa. Finalmente dijo a uno de ellos, interrumpiendo el silencio de todos.

    - Teniente, usted es el encargado de ejecutar esta operación. Aquí he trazado el sitio, nombre, hora, y la señal de nuestro confidente. Quien los llevará exactamente, donde viven esos comunistas -. El capitán sacó de la bolsa de su camisa, una lista de nombres subrayados en tinta roja. - En esta lista, hay más detalles lea y siga mis instrucciones, antes de salir, ¿entendido?- Nuevamente tendió una mirada amenazante, hacía todos y para concluir agregó.

    - Recuerden que lo que aquí y allá se ve y se escucha aquí queda. (Estas últimas palabras las dijo, en un tono más elevado.)
    - Sí, mi Capitán.- El Teniente, después de la reverencia de despedida, ordenó a los demás. En marcha.
    Todos salieron de la habitación, menos el capitán que se quedó inmóvil.

    Subieron en grupo de cinco, a un microbús Mercedes Benz, parecido a los autobuses de transporte interurbano, muy populares en todo el país. Había en cada asiento, una bolsa de lona con municiones para el arma que dentro de ella iba. Casi todas las armas, eran de munición corta calibre 38 y 45 o 380. En algunos asientos fusiles G-3, o M-16.

    El vehículo salió del cuartel. Sin duda se conducían a un lugar que nadie conocía. Un pueblo en el cual, ninguno de los pasajeros había habitado; ni tenía algún nexo sentimental. Esta era una de las condiciones requeridas para estos "trabajos especiales", ser el perfecto desconocido ejecutor.

    Era día viernes a la media noche, ya casi sábado.
    Abordaron una carretera, que tenía muchos hoyos. Empezó a saltar con insistencia el vehículo. Luego, después de subir un puñado de colinas. En la orilla de la carretera, al lado del conductor, había un hombre con las manos levantadas, haciendo señal de alto. Era difícil verle la cara, sin embargo tenía un machete en su mano derecha y un sombrero de palma sobre su cabeza. Estas eran las señales distintivas del confidente, para esta ocasión. Generalmente siempre cambiaban los confidentes y las señales. Subió y el Teniente, fue, quien preguntó.

    -¿Usted es Dimás?
    - Si, soy yo, a sus ordenes. No hubo mayor conversación entre ellos; y todos, callaron cuando Dimás dijo.
    - En unos veinte minutos llegaremos.

    Todos empezaron a preparar sus armas, apagaron sus cigarros. Los primeros cinco se dirigieron, a la puerta trasera del microbús y los demás hacia la puerta principal. El vehículo, se detuvó con la mayor cautela y el mínimo ruido, para no despertar los oídos dormidos en la noche, caminaron por espacio de quince minutos o más, en una vereda lodosa, cuesta abajo. Tropezaban con piedras en la obscuridad, y luego los guardianes nocturnos del campesino, tres perros flacos que no conocían de ideologías, pero conocían de lealtad y presentían lo diabólico que los extraños traían. Empezaron a ladrar.

    - Allí es - señalo, el Judas de la ocasión.
    Se dirigieron a una casita pequeña. Cuyas paredes de pobreza, entre escasos rayos de luna, se veía que eran sostenidas por tiras de bambú, y por techo tenía un puñado de Zacate.
    Rápidamente, rodearon la casa. Todos apuntaban hacía la única puerta. Atrás de la casa, había una pequeña ventana de medio metro cuadrado, aproximadamente a una altura de metro y medio, todo cerrado. Mientras tanto, los perros ladraban, cada vez más desesperados y asustados, pero no mordían.

    Dimás se quedo junto a dos acompañantes especiales, quiénes estaban armados de fusiles G3 y M16. A la espectativa por cualquier reacción inesperada. Luego El delator, se marcho dando una larga vuelta de un par de kilómetros. Entro por otro extremo del pueblo. Se fue a dormir; las últimas horas de la noche. Esperando no haber sido visto por nadie, ni nada que pudiera descubrirlo.

    Mientras tanto, el teniente se aproximó a la puerta, pistola en mano.
    - Rigoberto, habré la puerta somos tus amigos, los compás, traemos un mensaje importante - nadie contesto, por lo cual el teniente, repitió las mismas palabras alzando la voz.
    Y desde el interior de la casucha, la voz desesperada de una mujer rogaba.
    - Rigo, no salgas, no salgas, te van a matar. Era su mujer, Carmen Elena.

    Rigoberto, hablo asustado; pero sin aproximarse a la puerta.
    - Que quieren. Yo no debó nada a nadie - la puerta fue abierta de golpe a machetazos desde afuera por dos hombres, también se aproximaron, tres más, apuntando para todos los rincones mientras dos de ellos tenían una lampara encendida en sus manos, dijeron.
    - Vení para acá hijo de puta - lo tomaron por los cabellos; mientras tanto, los otros dos lo golpeaban en la cabeza y lo esposaron de pies y manos. Rigoberto gritaba, debatiéndose en el intento de liberarse.
    - ¡Suéltenme! ¡Yo no he hecho nada! Ellos sólo respondían a golpes, lo sacaron rápidamente arrastrándolo, uno lo jalaba por los cabellos y dos por las manos; la mujer gritaba horrorizada, lo más fuerte que podía.
    -¡Auxilio, Socorro, Dios mío, se lo llevan, lo van a matar!
    -Salió un hombre de los que hacían guardia por la ventana, con la mano le tapo la boca y otro le ató y también se la llevaron.

    El horrorizado llanto de sus padres y el fuerte ladrar de perros, despertó a los seis hijos, quiénes quedaron inmóviles de terror. Todos lloraban, hasta el más tierno, de escasos seis meses de vida; fue el único que nunca, se recordará de sus padres, los demás hijos tenían entre dos y diez años de edad. Pasaron llorando y llorando formando una sinfonía de dolor en la oscuridad. La cual nunca tubo respuesta, ni consuelo, porque ningún vecino, salió de su casa por temor a correr la misma suerte, sin embargo, todos escucharon los lamentos, desesperados e impotentes.
    Lo último que alcanzaron a oír fue el ruido del microbús que se marchaba rápidamente, sobre la tumultuosa carretera solitaria a estas horas, el ruido se fue perdiendo en la noche y la distancia.

    Dimas fue un reconocido ladrón de ganado vacuno por muchos años, y había sido puesto en prisión por estos robos, el año anterior a esta masacre. Rigoberto fue el único testigo presencial de las andanzas de Dimas y fue llamado a decir su testimonio ante un juez.

    Seis hijos desamparados y con traumas imborrables en sus mentes.
    Los niños fueron repartidos, entre cercanos, tíos y abuelos.
    Los dos más chicos fueron adoptados por una pareja del norte de Europa y nunca se supo de ellos; jamás se han podido reunir los seis hermanos, tres de ellos ya adultos, salieron del país como braceros a los paises norteamericanos.

    Mientras divagaba la mente borracha de "Chema" en ese largo fin de semana, continuó hablando de algunas cosas que hizo y vió en su vida militar; después de todo, borracho y en el extranjero podía hablar de esto...