Apoyo a Carlos Ruckauf a una candidatura al Nobel de la Paz
Tlahui-Politic 11 I/2001. Información enviada a Mario Rojas, Director de Tlahui. Argentina, a 19 de Enero, 2001. Arg - Carta pública sobre el apoyo de Carlos Ruckauf a una candidatura al Nobel de la Paz.
Equipo Nizkor, miembro del Serpaj Europa, Derechos Human Rights (USA) y del GILC (Global Internet Liberty Campaign). Información.
i) CARTA DE HERNÁN LÓPEZ ECHAGUE A ESTELA CARLOTTO SOBRE EL APOYO PRESTADO POR
CARLOS RUCKAUF A SU CANDIDATURA.
Estimada señora Estela de Carlotto:
Enterado del contento que le ha causado el propósito de Carlos Ruckauf de
candidatear al Premio Nobel de la Paz a la organización que usted preside, y
leídos los argumentos que el gobernador de la provincia de Buenos Aires esgrime,
no puedo menos que formularle algunos comentarios al respecto.
Dice Ruckauf en su misiva:
1. "Todo se hizo sin que se verificara un solo hecho de 'justicia por mano
propia', ni una sola actitud de venganza personal pese a la inverosímil crueldad
de matar (la mayoría de los casos en tortura) a sus hijos y secuestrar a sus
nietos".
2."En marzo de 1976 un golpe de Estado de las Fuerzas Armadas desalojó al
gobierno constitucional y una política de terror y avasallamiento de los
derechos sociales e individuales se instaló en la República Argentina".
Y, en relación a la propuesta del gobernador de la provincia de Buenos Aires,
dijo usted, Estela: "La historia de Ruckauf es similar a la de tantos
políticos".
Es mi obligación, como escritor, como periodista de investigación, y, por sobre
todas las cosas, como persona que sufrió de diversas maneras la barbarie,
informarle que los dichos de Ruckauf están fundados en la hipocresía, y que su
historia no es similar a la de tantos políticos.
Después del golpe de marzo de 1976 el entonces ex ministro de Trabajo del
gobierno de Isabel, Carlos Federico Ruckauf, recibió la protección del almirante
Emilio Eduardo Massera. En más de una oportunidad Ruckauf se acercó al despacho
del hombre que regenteaba el campo de exterminio que todos conocemos como ESMA.
Sobran los relatos. Semejante relación de complicidad y amistad hizo que Massera
encomendara al suboficial de la Policía Federal Ramón Ramírez la custodia de los
pasos de Ruckauf. Ramírez, en diálogo que tengo grabado, confiesa que durante la
dictadura protegió a Ruckauf mientras llevaba a cabo otra tarea: ser custodio
del intendente Osvaldo Cacciatore. Y, entonces, en tanto las personas
desaparecían, mientras las mujeres secuestradas y embarazadas eran despojadas de
sus hijos en la ESMA, Ruckauf salía a pasear con Ramírez: iba al teatro Colón;
iba al teatro Coliseo para desgargantarse de la risa con Les Luthiers; iba a los
actos escolares de sus hijos.
¿Necesita, usted, Estela, fuentes? Las cito en mi libro, EL HOMBRE QUE RÍE.
Ramón Ramírez; el actual diputado nacional Alfredo Allende, que en más de una
ocasión acompañó a Ruckauf hasta el edificio de la Armada.
Le ruego que, en honor a los nietos, en honor a todos los desaparecidos, estudie
con todo detalle la trayectoria humana de un hombre que, movido al parecer por
cuestiones proselitistas, pretende resultar ahora un hacedor de causas nobles.
Para mayor información, en el archivo MASSERA.DOC le adjunto el capítulo de mi
libro donde relato las relaciones de Ruckauf con esa dictadura que, dice él hoy,
era terrible. Dictadura en la que se paseó con placer, y, en particular,
haciendo gala de pocos escrúpulos.
Le hago llegar un beso y todo mi afecto.
Hernán López Echagüe
TE/FAX: 00598-544-7372
[Fuente: Carta enviada por la Asamblea Permanente de Derechos Humanos de Buenos
Aires, el 30dic00]
ii) SOBRE LA ACTUACIÓN DE RUCKAUF Y MASSERA DURANTE LA DICTADURA.
La certidumbre de que un golpe militar se avecinaba, sumerge a Ruckauf en un
gran miedo. Le teme a todo. Al ERP, a Montoneros y, en particular, a su propia
trayectoria. Sin embargo, actúa con sabiduría y atrevimiento. El 26 de
diciembre, días después del malogrado ataque del Ejército Revolucionario del
Pueblo (ERP) contra el cuartel militar de Monte Chingolo, envía un telegrama al
almirante Eduardo Emilio Massera:
"Hágole llegar Sr. Comandante General mi profundo pesar por los caídos en los
sucesos acaecidos el día 23 del corriente contra elementos extremistas y mis
felicitaciones por la activa y heroica participación del arma mancomunada con
Ejército y Fuerza Aérea en la batalla que se está librando contra la subversión
apátrida con el supremo sacrificio de sus vidas".
¿Un ministro de Trabajo dirigiéndose de tal modo a un jefe militar? El asalto al
Batallón de Arsenales 601 "Domingo Viejo Bueno", en Monte Chingolo, en el
mediodía del 23 de diciembre de 1975, condujo al ERP hacia el abismo. "Será la
acción revolucionaria más grande de la historia de Latinoamérica", había dicho
Roberto Mario Santucho. Las Fuerzas Armadas, advertidas por un guerrillero
desertor que como primera oreja buscó la del entonces intendente de Lomas de
Zamora, Eduardo Duhalde, tendieron una ratonera perfecta. La represión fue feroz
y desmesurada: entre miembros del ERP y habitantes de las villas aledañas al
cuartel (que ninguna relación habían tenido con el frustrado copamiento) los
militares mataron a cientos de personas. Nunca pudo saberse con precisión
cuántos fueron asesinados, porque la mayor parte de los cuerpos tuvo como
destino la fosa común.
El almirante Massera recibió las líneas de Ruckauf con gran satisfacción. Al
final de cuentas, él y el ministro empleaban los mismos términos para definir
las mismas cosas: subversión apátrida, elementos extremistas, supremo
sacrificio. Y, además, entre la UOM y Massera existía un compacto romance que se
había iniciado en julio de 1974, cuando Lorenzo Miguel y Rafael Cichello,
tesorero de la UOM y gran amigo de Massera, habían acordado con el presidente
provisional Raúl Lastiri obsequiarle al marino el grado de almirante.
Cinco días después de haber remitido el cálido telegrama, Ruckauf partió hacia
su casa en Villa Gessel. A lo largo de enero el ministerio quedó en manos de
Onetto y Martínez. Es decir, ninguna modificación de relieve en la actividad
ministerial. Cada jueves por la tarde, Onetto y Martínez viajaban a Villa Gessel
y le entregaban a Ruckauf los expedientes que debía firmar. Y Ruckauf los
firmaba y después retomaba la caminata por la playa.
Aunque en los mentideros políticos y en las redacciones de los diarios la gente
gastaba el tiempo apostando acerca del día exacto en que iba a ocurrir el golpe,
Ruckauf estaba tranquilo. Erraba por la arena, entre los médanos, dientes
blancos, ojos arrugados de tanta satisfacción, con sus hijos. Tenía certeza de
que el almirante había de retribuir con caballerosidad su gesto.
El ministro, después de todo, no había hecho otra cosa que llevar a la práctica
una de las tantas enseñanzas que su maestro, Juan Perón, supo echar al viento:
"El oportunismo es el arte de ser oportuno".
"Para la mayoría de los secuestrados, desde el momento en que iban a buscarlos,
empezaba un largo túnel que desembocaba en la muerte. La máquina de aniquilación
se obstinó, con prolijidad, en borrarlos, moralmente primero, con un itinerario
orquestado de humillaciones; físicamente más tarde, con el suplicio y con la
muerte, y por último materialmente, quemando y hasta triturando los cadáveres,
dispersándolos en la tierra, en el agua, en el fuego, en el aire, con el fin de
hacerlos desaparecer, confundidos con los elementos, entre los pliegues más
secretos de lo anónimo. Durante dos o tres años, los militares se felicitaron de
haber instaurado, como los romanos de Tácito, la paz, hasta que poco a poco, la
inconcebible muchedumbre de sombras que ellos creían haber pulverizado y sacado
para siempre del aire de este mundo, se puso, con obstinación, a volver. El río,
el océano, devolvían, periódicos, los cadáveres; la tierra vomitaba los huesos,
los fragmentos de huesos, calcinados pero irreductibles.
"La opinión pública empezó a inquietarse; aparte de las familias, de los amigos
de los desaparecidos, de los exiliados, de las organizaciones humanitarias y de
una minoría lúcida que desde el primer momento fue consciente de lo que ocurría,
la opinión indecisa, fluctuante, siempre dispuesta a adoptar la explicación más
autogratificante de las cosas, se dejó mecer por la melodía con la que más
frecuentemente se la incita a bailar: el nacionalismo". (Juan José Saer, El río
sin orillas)
Es el teléfono. Suena, con rara obstinación, a pesar de que son las tres de la
mañana. En la casa de la calle Nicasio Oroño la familia Ruckauf está entregada
al reposo. Marisa, por fin, atiende. Es una voz masculina que dice hablar en
nombre de Lorenzo Miguel; con suma urgencia necesita comunicarse con Carlitos.
El tono de la voz es lastimoso, lleno de agitación y miedo. Una voz que tiene
prisa, de modo que es amarrete con las palabras. El golpe militar, le dice a
Carlitos, se ha puesto en marcha; Isabel ha sido detenida; los militares, a la
manera de una jauría cebada, han comenzado a encarcelar dirigentes políticos y
sindicales, diputados, senadores y funcionarios del gobierno; tropas del
Ejército patrullan las calles y nadie, ni el propio Miguel, tiene idea de lo que
pueda llegar a ocurrir. Dicho todo ésto la voz desea suerte y se difumina. A
Ruckuaf le cuesta creer lo que le han dicho. Horas antes, en el noticiero, había
escuchado las palabras de Lorenzo al término de una reunión con Isabel: "Todo
anda bien, no hay golpe ni ultimátum, volveremos a reunirnos mañana. Ahora
iremos a festejar porque no hay golpe". Lo ataca el pánico. De pronto comprende
que la sola gracia de Massera será insuficiente para sortear el ansia de
represión de los militares. Ordena a Marisa que, con los hijos, se marche de
inmediato a la casa de los padres de ella. Y, tras meter atropelladamente un
puñado de ropas en un bolso, buscará refugio en la casa de un amigo.
Le pregunto el nombre del amigo. Por un momento el gobernador Ruckauf pierde la
sonrisa. Ensancha el cuerpo en el sillón, se acaricia la nuca. Llevamos poco más
de media hora de charla. Guadalupe se ha puesto en cuclillas, los codos apoyados
en la mesa ratona, y, con mirada atenta, cargada de curiosidad, parece pronta a
escuchar una revelación que jamás le ha sido formulada. "No", dice Ruckauf, "no
puedo decirlo". Insisto, y le ofrezco un argumento que se me antoja digno de
consideración: han transcurrido más de dos décadas, y mencionar en un libro a la
persona que en un momento tan azaroso fue capaz de poner a riesgo su vida
brindándole amparo, comportaría más un homenaje que una delación. Pero Ruckauf
se ha empecinado en el silencio. Mece la cabeza en señal de negación, y,
empleando un timbre áspero, raro en él, resuelve acabar con la cuestión: "No,
no. Prefiero que no aparezca".
Una respuesta que sólo sirve para acrecentar el misterio que existe acerca del
destino que le cupo en las primeras semanas de la hecatombe. Palabras que mueven
a teñir de verosimilitud los dichos de Marisa, que en aquellos meses solía
referir a sus amigos que Carlos había pasado una breve temporada en un retiro
espiritual situado en el norte del país.
Aquella madrugada del día 24 de marzo de 1976, cuando recibió el llamado
telefónico, ya no era ministro. A su regreso de Villa Gessel, en la primera
semana de febrero, se había alejado del cargo por orden expresa de Miguel. Desde
luego, Lorenzo lo había conducido hacia los salones del poder, y al propio
Lorenzo le correspondió dejarlo sin empleo. Es que la dulce ilusión de patria
metalúrgica y corporativa que Lorenzo daba por cierta todavía en diciembre, y
cuyos emblemas más visibles y activos en el gobierno eran Cafiero y Ruckauf, ya
causaba en los militares, en particular en el Ejército, un irremisible fastidio.
Videla se lo hizo saber a Isabel, y la Presidente, habituada a responder con
prontitud a los reclamos de los militares, aunque no de igual modo a las
sugerencias de la oposición, suplicó a Lorenzo que tomara medidas. Miguel
Unamuno, hombre de estirpe vandorista, presidente de la Sala de Representantes
de Buenos Aires, fue el elegido de Miguel para sustituir a Carlitos. Emilio
Mondelli, presidente del Banco Central, reemplazó a Cafiero. Mudanzas de escasa
importancia, sin embargo, que no bastaron para apaciguar el sonoro malestar de
las Fuerzas Armadas.
El día anterior a la asunción de Unamuno, el Negro Hacha se ocupó de hacer
desaparecer las armas y municiones que llenaban uno de los armarios del despacho
de su jefe. En el subsuelo del edificio del Sindicato del Seguro, junto a las
calderas en desuso, en un extraordinario escondrijo que hasta la fecha perdura
--primavera del año 2000--, el fiel Anselmo ocultó el pequeño arsenal del
ministerio de Trabajo.
Las semanas siguientes, pues, y ante la inminencia del golpe, los hombres
poderosos del sindicalismo se abandonaron a secretas deliberaciones con los
militares con el fin de acordar pactos, negociar futuras prebendas, o
simplemente granjearse la deferencia del poder armado que a los trancos se
encaminaba hacia la Casa Rosada. Victorio Calabró conversaba con el general
Roberto Viola. Miguel y Ruckauf lo hacían con el amigo Massera, quien, por lo
demás, hacía hincapié en el especial afecto que profesaba por la historia y los
magníficos logros alcanzados por el peronismo. Un sentimiento, acostumbraba
decir el almirante, que llevaba en lo más profundo del alma y regía sus pasos.
Miguel y Calabró presumían que el golpe, a partir de la formación de una
coalición sindical-militar, podía evitarse, o, al menos, posponerse. Indicio
evidente de la ciega e ingenua confianza que Miguel había depositado en los
militares hasta último momento, es la solicitada de las 62 Organizaciones que el
mismísimo día 24 de marzo, en tanto la Junta militar disolvía de un plumazo el
Parlamento, la CGT y la Confederación General Económica, y los Grupos de Táreas
iniciaban la terrible matanza, aparece en todos los diarios: "El Movimiento
Obrero tiene un profundo respeto por sus Fuerzas Armadas", dice el texto. "Hemos
sentido como propias las heridas que la guerrilla asesina infligiera a sus
soldados".
Un apretón de manos, en fin, inconducente, tardío, y, por supuesto, no
retribuido. Días más tarde Ruckauf habrá de enterarse de que buena parte de los
funcionarios del gobierno de Isabel, y de sus amigos sindicalistas, están
detenidos en el buque 33 Orientales, anclado en el apostadero naval Buenos
Aires. Antonio Cafiero, Miguel Unamuno, Jorge Taiana, José Deheza y Pedro
Arrighi; Miguel, Jorge Triaca, Diego Ibáñez y Rafael Cichello, ex Secretario de
Seguridad Social; el ex presidente Raúl Lastiri; el periodista Osvaldo Papaleo;
el asesor de López Rega, y ex secretario de Isabel Perón, Julio González; el ex
gobernador de La Rioja, Carlos Menem; el ex embajador Jorge Vázquez. Personas
sin duda alguna agraciadas. Sus nombres, al final de cuentas, figuraban en el
Acta de Responsabilidad Institucional; habían sido detenidos de manera abierta y
amable, otorgándoseles tiempo suficiente para despedirse de sus familiares y
empacar ropa y utensilios en una valija. Por lo demás, no obstante encontrarse
encerrados, y en algunos casos privados de toda comunicación con el exterior del
buque, los habitantes del 33 Orientales lograrán llevar una vida placentera.
Podían jugar ajedrez y a los naipes; leer libros, escuchar radio o sentarse
frente a un televisor, y, al cabo de contadas semanas, comenzarían a recibir
visitas que traerían consigo no ya el favor de un abrazo, también botellas de
whisky escocés y vino de buena cepa. Un encierro a todas luces conveniente, tan
sólo perturbado, en ocasiones, por los ecoicos llantos de Menem, víctima de un
profundo abatimiento pues los militares, de cuajo, habían hecho añicos sus
planes: un mes atrás, el 24 de febrero, con gran alborozo, había anunciado su
candidatura a la presidencia de la Nación para el comicio de 1977.
Victorio Calabró corrió mejor suerte. El general Viola, haciendo gala de
fidelidad al compromiso asumido, le permitió retirar sus pertenencias del
despacho de la gobernación e instalarse libremente en un departamento de Cabildo
al dos mil, en la Capital Federal, donde nunca jamás fue importunado.
La Asamblea Episcopal celebró con religioso fervor la irrupción de las Fuerzas
Armadas: "Sus armas son símbolo de justicia cuyo fruto es la paz". Sacras
palabras que habían de cobrar mayor dimensión tres meses más tarde, el 28 de
junio de 1976, a través de la boca del nuncio apostólico Pío Laghi, quien de
cara a las tropas del Ejército acantonadas en la región de Concepción, en el
interior de la provincia de Tucumán, a metros de uno de los tantos campos de
concentración que había montado el general Antonio Domingo Bussi, decía: "El
país tiene una ideología tradicional, y cuando alguien pretende imponer otro
ideario diferente y extraño, la nación reacciona como un organismo con
anticuerpos frente a los gérmenes, generándose así la violencia. Pero nunca la
violencia es justa y tampoco la justicia tiene que ser violenta; sin embargo, en
ciertas situaciones, la autodefensa exige tomar determinadas actitudes, y en
este caso habrá que respetar el derecho hasta donde se pueda. Los soldados
cumplen con el deber prioritario de amar a Dios y a la patria que está en
peligro. Hay invasión de ideas que ponen en peligro los valores fundamentales.
Esto provoca una situación de emergencia y en esas circunstancias es aplicable
el pensamiento de Santo Tomás de Aquino, que enseña que en tales casos el amor a
la patria se equipara al amor a Dios".
Pío Laghi, un nuncio de veras singular que, más allá de su tortuosa misión de
emisario del Papa en la Argentina, era propenso a platicar sobre política con
Massera, luego, claro, de haber jugado tenis con el almirante.
No había transcurrido siquiera un mes desde el advenimiento del golpe de Estado
cuando el joven Ruckauf apareció de improviso en el estudio del doctor Alfredo
Allende. En su memoria estaba el entredicho que había tenido con el ex ministro
de Frondizi a raíz de las tarifas, razón por la cual se presentó en compañía de
Rogelio Frigerio, líder del Movimiento de Integración y Desarrollo, con el
propósito de evitar reproches o sinsabores. Allende experimentaba un hondo
afecto por Frigerio, su jefe político, el hombre que le había franqueado más de
una puerta en su carrera, de modo que ofreció café a los visitantes y, sin decir
palabra, se dispuso a prestar oídos. Carlos, le dijo Frigerio, necesita que le
hagas una gauchada; tiene miedo; hay gente que lo busca; debe realizar un
trámite y pide por favor que lo acompañes. "Es acá nomás", dijo Ruckauf con
afabilidad. "En Retiro". Y ambos partieron hacia la zona de Retiro en el
automóvil de Allende. Cuando estaban a pocas cuadras de la estación de trenes,
Ruckauf confesó el destino: vamos al edificio de la Armada. Allende no pudo
ocultar el asombro. "Lo voy a ver a Massera. Con él no tengo ningún problema. Me
protege. Pero con los otros, no sé". Allende lo aguardó en el interior del
automóvil durante una hora, tiempo que Ruckauf, en el despacho del almirante,
empleó para pedir favores y hacer una pregunta: por qué habían detenido a
Miguel. Massera le respondió: "El Ejército lo chupó y estoy viendo si puedo
modificar la situación. Y lo tuyo es parecido. Suárez Mason te quiere chupar. En
tu legajo escribió: `A este pendejo me lo traen a mí`".
Los días siguientes son para Ruckauf un verdadero martirio. No sabe a qué
atenerse. Perseguido por el Ejército y los Montoneros, que el día 5 de febrero
habían asesinado a su conocido Tarquini --el de la Triple A, el de la revista El
Caudillo-- en Quilmes, pero gozando de la protección de la Armada, cuyo real
peso en el triunvirato de militares desconoce. Su nombre, además, es uno de los
tantos que la Comisión Nacional de Reparación Patrimonial investiga con el fin
de establecer el origen de sus bienes. Las horas de angustia, sin embargo, serán
contadas. Ramón Ramírez, un suboficial de la Policía Federal que había sido
custodio suyo en el ministerio de Trabajo, reaparece a la manera de un salvador
caído del cielo y le hace saber que tiene una misión: permanecer a su lado
continuamente. Será su centinela, su chofer y también un hombro en el que podrá
apoyar la cabeza; no hace falta pagarle un peso; el Estado se encarga de sus
honorarios. La situación de Ramírez es por demás extraña. Custodio,
simultáneamente, del intendente de la ciudad de Buenos Aires, el brigadier (r)
Osvaldo Cacciatore, y de Carlitos, un ex ministro del gobierno derrocado.
"Cuando Marisa me llamaba porque necesitaba algo", rememora Ramírez, "yo iba y
la ayudaba. Yo la asistía, y también a los chicos. Los llevaba a la escuela, que
estaba a dos cuadras". Gracias al repentino y providencial regreso de Ramírez, a
partir de mediados de 1976 Ruckauf podrá desplazarse por la vida sin mayores
sobresaltos. "El tenía un estudio en Córdoba y Montevideo. No iba todos los días
pero cuando necesitaba me llamaba", continúa Ramírez. "Íbamos al cine todos
juntos, en patota; también al teatro Colón; a comer ...".
También, al abrigo de
la sombra del suboficial, asistirá a los actos oficiales en la escuela donde
cursa los estudios primarios su hijo Carlos Germán, y podrá reir hasta
desgargantarse en las presentaciones de Les Luthiers.
Un pasar, diríase, tolerable, desembarazado de opresivos temores y penurias,
sensaciones que la mayoría de los argentinos que conservaban o sostenían ideas
políticas de cualquier naturaleza, experimentaban cada día, a cada hora, en
todo momento. Una época de la que no hay fotografías que uno pueda contemplar y
describir. Si las hay, Ruckauf debe de tenerlas a buen resguardo.
Entretanto, las personas desaparecían. Con urgencia. De la noche a la mañana y
sin solución de continuidad. Y los ojos de los otros nada veían, y los oídos de
los otros gemido alguno oían. Y las bocas de los otros parecían vanas aberturas,
bocas sin fundamento, con talento apenas para engullir en silencio. Había
quienes en sus mesas de domingo exponían con orgullo fideos italianos, galletas
alemanas, quesos franceses y vinos de Portugal. Había mazapán en las venas. Y
en el alma había ajenjo, y pavor y culebras y extrañamiento. La selección
argentina había ganado el campeonato mundial de fútbol, motivo por demás
suficiente para elevar al paroxismo el atávico furor nacionalista que ha sido
uno de los rasgos más distintivos de la historia de la sociedad argentina. Un
campeonato que la dictadura había orquestado con el fin de echar por tierra la
deplorable imagen que, con sobradas razones, el país había adquirido en el
extranjero. Los periódicos argentinos continuaban refiriéndose al hazañoso
equipo de Mario Kempes, y en los medios de comunicación del exterior retumbaba
la obscenidad del general Acdel Edgardo Vilas: "Los mayores éxitos los
conseguimos entre las dos y las cinco de la mañana, la hora en que el subversivo
duerme. Yo respaldo incluso los excesos de mis hombres si el resultado es
importante para nuestro objetivo".
No resultaba sencillo aprehender con exactitud el significado que la dictadura
le confería al término subversivo. A esa palabra los militares la habían
embarazado de espeluznantes y erráticas acepciones. En esas diez letras cabían
personas de cualquier edad y sexo; inválidas, lisiadas o a poco de nacer. Cabían
familias enteras. Carlos Grosso, acaso el principal asesor que Ruckauf había
tenido en el ministerio de Trabajo, al parecer pertenecía a esa inconmensurable
categoría de gente. Un grupo de táreas lo secuestró días antes del inicio del
campeonato mundial, y en un centro de detención clandestino pasó veintisiete
días. Mientras Ruckauf gritaba los goles de la selección argentina echado en el
sofá del living de su casa de Nicasio Oroño, sintiendo en la nuca el hálito
protector del empleado de Cacciatore, Grosso era sometido a brutales torturas
que habían de dejarle maltrecha la mandíbula. Lo liberaron la noche en que la
selección argentina perdió con la de Italia.
En esas semanas, últimas del invierno de 1978, tras un período de encierro en el
penal militar de Magdalena, Lorenzo Miguel fue trasladado a su casa de la calle
Murguiondo, en Villa Lugano, para permanecer bajo arresto domiciliario. La buena
fortuna del padrino político de Ruckauf fue consecuencia de la negociación que
meses antes, en un hotel cercano al Aeropuerto Internacional Charles De Gaulle,
en París, había llevado adelante Massera con miembros del Consejo Superior del
Peronismo en el exilio, entre ellos Casildo Herreras, ex secretario general de
la CGT; el dirigente sindical Raymundo Ongaro, en representación de la izquierda
peronista, y Héctor Villalón, un enigmático hacedor de asechanzas políticas
vinculado al tráfico de armas que, como antecedente más próximo en el tiempo,
lucía la acusación formulada por la justicia francesa sobre su presunta
participación en el secuestro del ejecutivo Revelli Beaumont, de la empresa
FIAT.
Es que en aquel tiempo Massera había comenzado a brindarle forma y tamaño a su
peculiar proyecto político, fundado en la absorción de todos los sectores
peronistas proclives a rendirse a sus pies, a ignorar el estado de terror
impuesto por el almirante y sus cómplices, y a sumarse alegremente a una
aventura cívico-militar de cuño populista. Un proyecto que había de florecer
años más tarde, primero a partir del lanzamiento del Movimiento Nacional para el
Cambio, y, con posterioridad, a través de la promoción del Partido para la
Democracia Social.
Aunque las reuniones políticas estaban prohibidas en todo el país, con prontitud
la casa de Villa Lugano cobrará todas las características de un salón habilitado
por la Armada para realizar allí inofensivos conventículos. Los encuentros de
Miguel con sus amigos y confidentes se tornan habituales. Lesio Romero, titular
del gremio de la Carne; Roberto García, del sindicato de taxistas; Carlos Gallo,
ex diputado, dirigente del gremio de Telefónicos; Herminio Iglesias, Rafael
Cichello, y, claro, Ruckauf, son los concurrentes más puntuales. En ocasiones
Massera se hace una escapada. El almirante ha favorecido la situación de Miguel,
incluso el contínuo desfile de personas por su casa, pero, desde luego, el
anfitrión debe rendirle cuentas acerca de lo que allí ocurre. Debe referirle
cada una de las palabras, cada una de las opiniones e ideas que corren en los
encuentros. La libertad de Miguel y sus amigos para entregarse a peñas políticas
será definitivamente amplia e irrestricta cuando, en abril de 1980, la Junta
militar informe a Lorenzo que el arresto domiciliario ha finalizado.
La ubicuidad de Ruckauf a lo largo de ese tiempo de muerte y oprobio, es
admirable. Ríe con Massera, dialoga con Miguel, pasea por la ciudad de la mano
del suboficial Ramírez, ha sido empleado por Diego Ibáñez para trabajar como
asesor legal en el Sindicato Único de Petroleros del Estado (SUPE), y, de
sopetón, comienza a frecuentar las mesas del Florida Garden. Estamos a mediados
de 1981 y en el pituco bar de Paraguay y Florida un ecléctico grupo de artistas,
intelectuales, políticos y periodistas ha adoptado la costumbre de sentarse a
una mesa, tres, cuatro veces a la semana, con el propósito de cambiar ideas e
información acerca de los vaivenes de la dictadura, y animar el recobro, lerdo,
pusilánime, pero perceptible, de la palabra política. Allí, cualquier día, con
el crepúsculo, era posible sorprender a Enrique Nosiglia, Alicia Barrios, Jorge
Assís y Joaquín Morales Solá; Leopoldo Moreau, Jorge Domínguez, Sergio Renán e
Isidoro Gilbert; Ricardo Kirschbaum, Juan Bautista Yofre y María Laura Avignolo,
entre otros, sumergidos en acaloradas discusiones. En esas tertulias Ruckauf
establecerá una especial correspondencia con Guillermo Cherasny, un ex oficial
de Inteligencia de la Marina que ahora había metido el cuerpo en el disfraz de
periodista, y Miguel Brezzano, dirigente radical que, como Cherasny, como
Ruckauf, gozaba del aprecio de Massera.
En una mesa del Florida Garden, en los días previos a la marcha contra la
dictadura que habrá de realizarse el 30 de marzo de 1982 en Plaza de Mayo,
Ruckauf perderá la compostura y, a borbollones, dejará escapar una porción de su
esencia:"Hay que ir a la marcha. Todos tenemos que ir. Pero si los bolches van,
hay que llevar cadenas".
Llegará el último gran despropósito de la dictadura, ese disparate llamado
Guerra de las Malvinas que condujo a la muerte a cientos de jóvenes, y al cabo
de la luctuosa aventura, más allá de la epidemia de patrioterismo que durante
meses habría de atacar a millones de argentinos, tendrá inicio el ocaso final
del poder militar que por años había asolado al país. Acorralada por sus propias
miserias, presa del desprestigio internacional, en la última semana de febrero
de 1983 la Junta resuelve convocar a elecciones nacionales. La fecha
establecida, 30 de octubre, hunde a los partidos políticos en un caótico
apresuramiento.
El radicalismo no demora en confiar su buena fortuna en la fórmula Raúl
Alfonsín-Víctor Martínez. En el Partido Justicialista, conducido por su
vicepresidente, Lorenzo Miguel, a causa de la lejanía de Isabel, todavía
enclaustrada en Madrid, se absorbe la misma atmósfera que podía absorberse con
anterioridad al golpe de 1976. Para los jerarcas del peronismo el tiempo parece
no haber transcurrido. Entre ellos, con increíble testarudez, predomina el sueño
de patria metalúrgica. Los nombres se repiten: Miguel, Ibáñez, Ruckauf, Luder,
Unamuno, Iglesias. Espejo, cada uno de ellos, y a su manera, desde luego, de los
principios más conservadores, violentos y retrógrados del peronismo. Con extraño
frenesí se ponen a clamar por el retorno de Isabel a la Argentina; la declaran
jefa indiscutida del movimiento obrero y peronista; a Madrid envían una y otra
vez emisarios que regresan doblegados por una realidad, nada novedosa, que les
cuesta creer: para Isabel la vida está en otra parte; no habla, no responde, no
emite siquiera una palabra de aliento. La mujer da la impresión de haber sufrido
una repentina afasia. Las conversaciones para conformar las listas de
candidatos, pues, giran alrededor de lo que Miguel dispone. Tan sólo Roberto
Digón, Carlos Holubica, Antonio Cafiero y Mario González, fundadores del
Movimiento Unidad, Solidaridad y Organización (MUSO), intentan proporcionarle al
debate un tibio aire de renovación. Pero es en vano. Lorenzo es propietario
absoluto de la estructura, razón por la cual no tarda en desalentarlos, primero,
e integrarlos a una lista de unidad posteriormente. Cafiero, no obstante, rehuye
a la tentación y anuncia que disputará la candidatura a la gobernación de la
provincia de Buenos Aires con Herminio Iglesias.
Miguel, Ruckauf y Luis Santos Casale, ex oficial de la Marina mercante y, al
igual que los primeros, cultor de la estampa de Massera, son los hacedores de
las listas. Envalentonado por la holgada victoria que obtiene en la Capital
Federal frente a la corriente de Julio Guillán --dirigente de la línea
Convocatoria, liderada por Carlos Grosso--, Ruckauf comete un error que
lamentará por años. Rechaza el consejo y ofrecimiento de Miguel: encabezar la
nómina de candidatos a diputado nacional. No, de modo alguno, repone. El cargo
de diputado no lo satisface. Está persuadido de que el peronismo triunfará en el
comicio nacional, en todos los distritos, por tanto bien puede pretender la
consecución de un cargo honorífico de mayor prestigio. Quiere ser senador por la
Capital. Y Lorenzo acepta. Juan José Taccone, dirigente de Luz y Fuerza, es
designado segundo candidato a la senaduría. El irreductible poder del
sindicalismo en el interior del Partido Justicialista será por completo
manifiesto semanas más tarde, cuando Iglesias, en el transcurso de un congreso
repleto de irregularidades y grotescas escaramuzas, logre imponer su candidatura
a la gobernación, a pesar de los ulteriores pataleos legales de su oponente,
Antonio Cafiero.
Miguel, en fin, había hecho y deshecho a su antojo. Una faena que tendría como
festivo final, sesenta días antes del comicio, la proclamación de la fórmula
presidencial Italo Luder-Deolindo Bittel.
La catadura de los candidatos del justicialismo causa en Massera un irrefrenable
contento. Su partido, para la Democracia Social, hace saber que no presentará
candidatura propia a la presidencia de la Nación, y, a través de una carta que
remite a los medios de comunicación desde el apostadero naval Buenos Aires, el
almirante, carnet No. 478 en la logia P2, informa que la pareja Luder-Bittel es
la más apropiada para retomar el camino democrático. "Cómo se han equivocado
aquellos que supusieron que destruyendo mi personalidad moral iban a conseguir
frustrar nuestro movimiento", escribe Massera en la misiva. "En primer lugar,
porque yo no estoy derrotado ni mucho menos. En segundo, porque nosotros hemos
recogido las antiguas y vibrantes banderas nacionales a las que agregaremos la
fertilidad de una renovación histórica". Idéntica postura asume en la provincia
de Buenos Aires, donde pasa a retiro a sus candidatos y decide plegarse a
Herminio Iglesias. Las palabras que días más tarde formulará el ex ministro
Ángel Federico Robledo, sumadas a las apreciaciones de Massera, serán tomadas
por el radicalismo como una confirmación de la denuncia hecha por Alfonsín
acerca de la existencia de un pacto militar-sindical. "Las Fuerzas Armadas",
dirá Robledo con notable inocencia, "prefieren un triunfo electoral del
justicialismo antes que el ascenso de los radicales con la figura de Raúl
Alfonsín".
Ruckauf, entonces, flota, se echa a andar por la ciudad lleno de alegría,
lanzando por toda parte su discurso revolucionario. La certeza de una victoria
le ha provocado una embriaguez de la que no consigue librarse. Un día, con los
primeros resplandores del sol, va al puerto de Buenos Aires y suelta su arenga:
"¡Herminio en Buenos Aires, yo en la capital y Luder en la presidencia,
garantizamos que vuelven los días peronistas!". Ladeado por Taccone, el
suboficial Ramírez, y una decena de matones va a Plaza Houssey y de cara a
cientos de estudiantes universitarios vocifera: "¡Aquí está el movimiento, el
pueblo peronista!. El ejemplo de la conducción de Perón, Evita e Isabel. ¡Aquí
estamos los que fuimos perseguidos, hambreados, con nuestros muertos y
desaparecidos, dispuestos a construir el cuarto gobierno peronista!. Les vamos a
demostrar a los gorilas que nosotros somos la vida, y lo vamos a concretar sin
revanchas y con justicia".
Un adelanto de los días peronistas cuyo regreso Ruckauf ha prometido, sucede en
el acto de cierre de la campaña del Partido Justicialista, horas antes del
comicio, en la avenida Nueve de Julio. Acaso un millón de personas que al compás
de bombos y matracas gritan:"¡Siga, siga, siga el baile, al compás del tamboril,
que el domingo lo aplastamos, lo aplastamos a Alfonsín!"; "¡Se murió Illia, se
murió Balbín, y el 30 de octubre se muere Alfonsín!". Enormes retratos de
Isabel, Evita y Perón le brindan al palco oficial un aire cargado de misticismo
y melancolía. Una llovizna perezosa e intermitente envuelve a la muchedumbre.
Juan Carlos Rousselot, locutor, viejo compinche de López Rega, es el maestro de
ceremonias que, sin tomarse respiro, informa a cada minuto: "¡Ya somos dos
millones de peronistas!". Ruckauf y Cafiero han sido los primeros en poner los
pies sobre el escenario. Entre el gentío es posible advertir decenas de féretros
en cuya tapa sobresale la sigla UCR o, sin rodeos, el apellido Alfonsín.
A
contados metros de Rousselot, la actriz Libertad Leblanc alza una mano, con
dedos sostenidos hace la V y luego se pone a firmar camisetas en las que han
estampado Herminio es Pueblo. Litto Nebbia, Jaime Torres, Ana María Picchio e
Irma Roy echan palmadas al aire. Y Rousselot repite a viva voz: "¡Ya somos dos
millones de peronistas!".
De pronto, en la noche peronista del obelisco, suena el cántico: "¡Paso, paso,
paso, se viene el Peronazo!".
A partir del 24 de marzo de 1976, y hasta las últimas semanas de la dictadura,
hubo, no caben dudas, un exterminio planificado. Más de cuatro mil desaparecidos
en 1976; 342 por mes; once por día. Más de tres mil en 1977; 238 por mes; ocho
por día ... El ochenta por ciento de los treinta mil desaparecidos tenía entre
16 y 35 años. Trescientos cuarenta campos clandestinos de detención diseminados
a lo largo del país. La dictadura no sólo había abovedado a una generación de
políticos, dirigentes e intelectuales, cuya presencia en esos momentos
resultaba vital. A lo largo de siete años de hecatombe y barbarie que de manera
ocurrente habían resuelto denominar Proceso de Reorganización Nacional, los
militares habían elevado de siete mil millones a cuarenta mil millones de
dólares la deuda externa. También habían favorecido el enriquecimiento de una
decena de empresarios que desde entonces dominan los movimientos del país. Pero,
por sobre todas las cosas, mediante el terror, habían logrado encapuchar a una
sociedad, enredarla entre los pliegues del olvido, trastornarle la identidad.
Hacer del país, en fin, una ilimitada tierra yerma.
Por donde pasan, decía Tácito, los romanos dejan un desierto y lo llaman paz. En
el desierto que había dejado un gobierno de asesinos tenebrosos, Ruckauf había
sabido moverse con la sabiduría de un beduino.
[Fuente: Hernán López Echague, del libro "El hombre que ríe". Escritor y
periodista argentino, 13ene01]
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