Apoyo a Carlos Ruckauf a una candidatura al Nobel de la Paz

Tlahui-Politic 11 I/2001. Información enviada a Mario Rojas, Director de Tlahui. Argentina, a 19 de Enero, 2001. Arg - Carta pública sobre el apoyo de Carlos Ruckauf a una candidatura al Nobel de la Paz. Equipo Nizkor, miembro del Serpaj Europa, Derechos Human Rights (USA) y del GILC (Global Internet Liberty Campaign). Información.

i) CARTA DE HERNÁN LÓPEZ ECHAGUE A ESTELA CARLOTTO SOBRE EL APOYO PRESTADO POR CARLOS RUCKAUF A SU CANDIDATURA.

Estimada señora Estela de Carlotto:

Enterado del contento que le ha causado el propósito de Carlos Ruckauf de candidatear al Premio Nobel de la Paz a la organización que usted preside, y leídos los argumentos que el gobernador de la provincia de Buenos Aires esgrime, no puedo menos que formularle algunos comentarios al respecto.

Dice Ruckauf en su misiva:

1. "Todo se hizo sin que se verificara un solo hecho de 'justicia por mano propia', ni una sola actitud de venganza personal pese a la inverosímil crueldad de matar (la mayoría de los casos en tortura) a sus hijos y secuestrar a sus nietos".

2."En marzo de 1976 un golpe de Estado de las Fuerzas Armadas desalojó al gobierno constitucional y una política de terror y avasallamiento de los derechos sociales e individuales se instaló en la República Argentina".

Y, en relación a la propuesta del gobernador de la provincia de Buenos Aires, dijo usted, Estela: "La historia de Ruckauf es similar a la de tantos políticos".

Es mi obligación, como escritor, como periodista de investigación, y, por sobre todas las cosas, como persona que sufrió de diversas maneras la barbarie, informarle que los dichos de Ruckauf están fundados en la hipocresía, y que su historia no es similar a la de tantos políticos.

Después del golpe de marzo de 1976 el entonces ex ministro de Trabajo del gobierno de Isabel, Carlos Federico Ruckauf, recibió la protección del almirante Emilio Eduardo Massera. En más de una oportunidad Ruckauf se acercó al despacho del hombre que regenteaba el campo de exterminio que todos conocemos como ESMA. Sobran los relatos. Semejante relación de complicidad y amistad hizo que Massera encomendara al suboficial de la Policía Federal Ramón Ramírez la custodia de los pasos de Ruckauf. Ramírez, en diálogo que tengo grabado, confiesa que durante la dictadura protegió a Ruckauf mientras llevaba a cabo otra tarea: ser custodio del intendente Osvaldo Cacciatore. Y, entonces, en tanto las personas desaparecían, mientras las mujeres secuestradas y embarazadas eran despojadas de sus hijos en la ESMA, Ruckauf salía a pasear con Ramírez: iba al teatro Colón; iba al teatro Coliseo para desgargantarse de la risa con Les Luthiers; iba a los actos escolares de sus hijos.

¿Necesita, usted, Estela, fuentes? Las cito en mi libro, EL HOMBRE QUE RÍE. Ramón Ramírez; el actual diputado nacional Alfredo Allende, que en más de una ocasión acompañó a Ruckauf hasta el edificio de la Armada.

Le ruego que, en honor a los nietos, en honor a todos los desaparecidos, estudie con todo detalle la trayectoria humana de un hombre que, movido al parecer por cuestiones proselitistas, pretende resultar ahora un hacedor de causas nobles.

Para mayor información, en el archivo MASSERA.DOC le adjunto el capítulo de mi libro donde relato las relaciones de Ruckauf con esa dictadura que, dice él hoy, era terrible. Dictadura en la que se paseó con placer, y, en particular, haciendo gala de pocos escrúpulos.

Le hago llegar un beso y todo mi afecto.

Hernán López Echagüe
TE/FAX: 00598-544-7372
[Fuente: Carta enviada por la Asamblea Permanente de Derechos Humanos de Buenos Aires, el 30dic00]

ii) SOBRE LA ACTUACIÓN DE RUCKAUF Y MASSERA DURANTE LA DICTADURA.

La certidumbre de que un golpe militar se avecinaba, sumerge a Ruckauf en un gran miedo. Le teme a todo. Al ERP, a Montoneros y, en particular, a su propia trayectoria. Sin embargo, actúa con sabiduría y atrevimiento. El 26 de diciembre, días después del malogrado ataque del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) contra el cuartel militar de Monte Chingolo, envía un telegrama al almirante Eduardo Emilio Massera:

"Hágole llegar Sr. Comandante General mi profundo pesar por los caídos en los sucesos acaecidos el día 23 del corriente contra elementos extremistas y mis felicitaciones por la activa y heroica participación del arma mancomunada con Ejército y Fuerza Aérea en la batalla que se está librando contra la subversión apátrida con el supremo sacrificio de sus vidas".

¿Un ministro de Trabajo dirigiéndose de tal modo a un jefe militar? El asalto al Batallón de Arsenales 601 "Domingo Viejo Bueno", en Monte Chingolo, en el mediodía del 23 de diciembre de 1975, condujo al ERP hacia el abismo. "Será la acción revolucionaria más grande de la historia de Latinoamérica", había dicho Roberto Mario Santucho. Las Fuerzas Armadas, advertidas por un guerrillero desertor que como primera oreja buscó la del entonces intendente de Lomas de Zamora, Eduardo Duhalde, tendieron una ratonera perfecta. La represión fue feroz y desmesurada: entre miembros del ERP y habitantes de las villas aledañas al cuartel (que ninguna relación habían tenido con el frustrado copamiento) los militares mataron a cientos de personas. Nunca pudo saberse con precisión cuántos fueron asesinados, porque la mayor parte de los cuerpos tuvo como destino la fosa común.

El almirante Massera recibió las líneas de Ruckauf con gran satisfacción. Al final de cuentas, él y el ministro empleaban los mismos términos para definir las mismas cosas: subversión apátrida, elementos extremistas, supremo sacrificio. Y, además, entre la UOM y Massera existía un compacto romance que se había iniciado en julio de 1974, cuando Lorenzo Miguel y Rafael Cichello, tesorero de la UOM y gran amigo de Massera, habían acordado con el presidente provisional Raúl Lastiri obsequiarle al marino el grado de almirante.

Cinco días después de haber remitido el cálido telegrama, Ruckauf partió hacia su casa en Villa Gessel. A lo largo de enero el ministerio quedó en manos de Onetto y Martínez. Es decir, ninguna modificación de relieve en la actividad ministerial. Cada jueves por la tarde, Onetto y Martínez viajaban a Villa Gessel y le entregaban a Ruckauf los expedientes que debía firmar. Y Ruckauf los firmaba y después retomaba la caminata por la playa.

Aunque en los mentideros políticos y en las redacciones de los diarios la gente gastaba el tiempo apostando acerca del día exacto en que iba a ocurrir el golpe, Ruckauf estaba tranquilo. Erraba por la arena, entre los médanos, dientes blancos, ojos arrugados de tanta satisfacción, con sus hijos. Tenía certeza de que el almirante había de retribuir con caballerosidad su gesto.

El ministro, después de todo, no había hecho otra cosa que llevar a la práctica una de las tantas enseñanzas que su maestro, Juan Perón, supo echar al viento: "El oportunismo es el arte de ser oportuno".

"Para la mayoría de los secuestrados, desde el momento en que iban a buscarlos, empezaba un largo túnel que desembocaba en la muerte. La máquina de aniquilación se obstinó, con prolijidad, en borrarlos, moralmente primero, con un itinerario orquestado de humillaciones; físicamente más tarde, con el suplicio y con la muerte, y por último materialmente, quemando y hasta triturando los cadáveres, dispersándolos en la tierra, en el agua, en el fuego, en el aire, con el fin de hacerlos desaparecer, confundidos con los elementos, entre los pliegues más secretos de lo anónimo. Durante dos o tres años, los militares se felicitaron de haber instaurado, como los romanos de Tácito, la paz, hasta que poco a poco, la inconcebible muchedumbre de sombras que ellos creían haber pulverizado y sacado para siempre del aire de este mundo, se puso, con obstinación, a volver. El río, el océano, devolvían, periódicos, los cadáveres; la tierra vomitaba los huesos, los fragmentos de huesos, calcinados pero irreductibles.

"La opinión pública empezó a inquietarse; aparte de las familias, de los amigos de los desaparecidos, de los exiliados, de las organizaciones humanitarias y de una minoría lúcida que desde el primer momento fue consciente de lo que ocurría, la opinión indecisa, fluctuante, siempre dispuesta a adoptar la explicación más autogratificante de las cosas, se dejó mecer por la melodía con la que más frecuentemente se la incita a bailar: el nacionalismo". (Juan José Saer, El río sin orillas)

Es el teléfono. Suena, con rara obstinación, a pesar de que son las tres de la mañana. En la casa de la calle Nicasio Oroño la familia Ruckauf está entregada al reposo. Marisa, por fin, atiende. Es una voz masculina que dice hablar en nombre de Lorenzo Miguel; con suma urgencia necesita comunicarse con Carlitos. El tono de la voz es lastimoso, lleno de agitación y miedo. Una voz que tiene prisa, de modo que es amarrete con las palabras. El golpe militar, le dice a Carlitos, se ha puesto en marcha; Isabel ha sido detenida; los militares, a la manera de una jauría cebada, han comenzado a encarcelar dirigentes políticos y sindicales, diputados, senadores y funcionarios del gobierno; tropas del Ejército patrullan las calles y nadie, ni el propio Miguel, tiene idea de lo que pueda llegar a ocurrir. Dicho todo ésto la voz desea suerte y se difumina. A Ruckuaf le cuesta creer lo que le han dicho. Horas antes, en el noticiero, había escuchado las palabras de Lorenzo al término de una reunión con Isabel: "Todo anda bien, no hay golpe ni ultimátum, volveremos a reunirnos mañana. Ahora iremos a festejar porque no hay golpe". Lo ataca el pánico. De pronto comprende que la sola gracia de Massera será insuficiente para sortear el ansia de represión de los militares. Ordena a Marisa que, con los hijos, se marche de inmediato a la casa de los padres de ella. Y, tras meter atropelladamente un puñado de ropas en un bolso, buscará refugio en la casa de un amigo.

Le pregunto el nombre del amigo. Por un momento el gobernador Ruckauf pierde la sonrisa. Ensancha el cuerpo en el sillón, se acaricia la nuca. Llevamos poco más de media hora de charla. Guadalupe se ha puesto en cuclillas, los codos apoyados en la mesa ratona, y, con mirada atenta, cargada de curiosidad, parece pronta a escuchar una revelación que jamás le ha sido formulada. "No", dice Ruckauf, "no puedo decirlo". Insisto, y le ofrezco un argumento que se me antoja digno de consideración: han transcurrido más de dos décadas, y mencionar en un libro a la persona que en un momento tan azaroso fue capaz de poner a riesgo su vida brindándole amparo, comportaría más un homenaje que una delación. Pero Ruckauf se ha empecinado en el silencio. Mece la cabeza en señal de negación, y, empleando un timbre áspero, raro en él, resuelve acabar con la cuestión: "No, no. Prefiero que no aparezca".

Una respuesta que sólo sirve para acrecentar el misterio que existe acerca del destino que le cupo en las primeras semanas de la hecatombe. Palabras que mueven a teñir de verosimilitud los dichos de Marisa, que en aquellos meses solía referir a sus amigos que Carlos había pasado una breve temporada en un retiro espiritual situado en el norte del país.

Aquella madrugada del día 24 de marzo de 1976, cuando recibió el llamado telefónico, ya no era ministro. A su regreso de Villa Gessel, en la primera semana de febrero, se había alejado del cargo por orden expresa de Miguel. Desde luego, Lorenzo lo había conducido hacia los salones del poder, y al propio Lorenzo le correspondió dejarlo sin empleo. Es que la dulce ilusión de patria metalúrgica y corporativa que Lorenzo daba por cierta todavía en diciembre, y cuyos emblemas más visibles y activos en el gobierno eran Cafiero y Ruckauf, ya causaba en los militares, en particular en el Ejército, un irremisible fastidio. Videla se lo hizo saber a Isabel, y la Presidente, habituada a responder con prontitud a los reclamos de los militares, aunque no de igual modo a las sugerencias de la oposición, suplicó a Lorenzo que tomara medidas. Miguel Unamuno, hombre de estirpe vandorista, presidente de la Sala de Representantes de Buenos Aires, fue el elegido de Miguel para sustituir a Carlitos. Emilio Mondelli, presidente del Banco Central, reemplazó a Cafiero. Mudanzas de escasa importancia, sin embargo, que no bastaron para apaciguar el sonoro malestar de las Fuerzas Armadas.

El día anterior a la asunción de Unamuno, el Negro Hacha se ocupó de hacer desaparecer las armas y municiones que llenaban uno de los armarios del despacho de su jefe. En el subsuelo del edificio del Sindicato del Seguro, junto a las calderas en desuso, en un extraordinario escondrijo que hasta la fecha perdura --primavera del año 2000--, el fiel Anselmo ocultó el pequeño arsenal del ministerio de Trabajo.

Las semanas siguientes, pues, y ante la inminencia del golpe, los hombres poderosos del sindicalismo se abandonaron a secretas deliberaciones con los militares con el fin de acordar pactos, negociar futuras prebendas, o simplemente granjearse la deferencia del poder armado que a los trancos se encaminaba hacia la Casa Rosada. Victorio Calabró conversaba con el general Roberto Viola. Miguel y Ruckauf lo hacían con el amigo Massera, quien, por lo demás, hacía hincapié en el especial afecto que profesaba por la historia y los magníficos logros alcanzados por el peronismo. Un sentimiento, acostumbraba decir el almirante, que llevaba en lo más profundo del alma y regía sus pasos.

Miguel y Calabró presumían que el golpe, a partir de la formación de una coalición sindical-militar, podía evitarse, o, al menos, posponerse. Indicio evidente de la ciega e ingenua confianza que Miguel había depositado en los militares hasta último momento, es la solicitada de las 62 Organizaciones que el mismísimo día 24 de marzo, en tanto la Junta militar disolvía de un plumazo el Parlamento, la CGT y la Confederación General Económica, y los Grupos de Táreas iniciaban la terrible matanza, aparece en todos los diarios: "El Movimiento Obrero tiene un profundo respeto por sus Fuerzas Armadas", dice el texto. "Hemos sentido como propias las heridas que la guerrilla asesina infligiera a sus soldados".

Un apretón de manos, en fin, inconducente, tardío, y, por supuesto, no retribuido. Días más tarde Ruckauf habrá de enterarse de que buena parte de los funcionarios del gobierno de Isabel, y de sus amigos sindicalistas, están detenidos en el buque 33 Orientales, anclado en el apostadero naval Buenos Aires. Antonio Cafiero, Miguel Unamuno, Jorge Taiana, José Deheza y Pedro Arrighi; Miguel, Jorge Triaca, Diego Ibáñez y Rafael Cichello, ex Secretario de Seguridad Social; el ex presidente Raúl Lastiri; el periodista Osvaldo Papaleo; el asesor de López Rega, y ex secretario de Isabel Perón, Julio González; el ex gobernador de La Rioja, Carlos Menem; el ex embajador Jorge Vázquez. Personas sin duda alguna agraciadas. Sus nombres, al final de cuentas, figuraban en el Acta de Responsabilidad Institucional; habían sido detenidos de manera abierta y amable, otorgándoseles tiempo suficiente para despedirse de sus familiares y empacar ropa y utensilios en una valija. Por lo demás, no obstante encontrarse encerrados, y en algunos casos privados de toda comunicación con el exterior del buque, los habitantes del 33 Orientales lograrán llevar una vida placentera. Podían jugar ajedrez y a los naipes; leer libros, escuchar radio o sentarse frente a un televisor, y, al cabo de contadas semanas, comenzarían a recibir visitas que traerían consigo no ya el favor de un abrazo, también botellas de whisky escocés y vino de buena cepa. Un encierro a todas luces conveniente, tan sólo perturbado, en ocasiones, por los ecoicos llantos de Menem, víctima de un profundo abatimiento pues los militares, de cuajo, habían hecho añicos sus planes: un mes atrás, el 24 de febrero, con gran alborozo, había anunciado su candidatura a la presidencia de la Nación para el comicio de 1977.

Victorio Calabró corrió mejor suerte. El general Viola, haciendo gala de fidelidad al compromiso asumido, le permitió retirar sus pertenencias del despacho de la gobernación e instalarse libremente en un departamento de Cabildo al dos mil, en la Capital Federal, donde nunca jamás fue importunado.

La Asamblea Episcopal celebró con religioso fervor la irrupción de las Fuerzas Armadas: "Sus armas son símbolo de justicia cuyo fruto es la paz". Sacras palabras que habían de cobrar mayor dimensión tres meses más tarde, el 28 de junio de 1976, a través de la boca del nuncio apostólico Pío Laghi, quien de cara a las tropas del Ejército acantonadas en la región de Concepción, en el interior de la provincia de Tucumán, a metros de uno de los tantos campos de concentración que había montado el general Antonio Domingo Bussi, decía: "El país tiene una ideología tradicional, y cuando alguien pretende imponer otro ideario diferente y extraño, la nación reacciona como un organismo con anticuerpos frente a los gérmenes, generándose así la violencia. Pero nunca la violencia es justa y tampoco la justicia tiene que ser violenta; sin embargo, en ciertas situaciones, la autodefensa exige tomar determinadas actitudes, y en este caso habrá que respetar el derecho hasta donde se pueda. Los soldados cumplen con el deber prioritario de amar a Dios y a la patria que está en peligro. Hay invasión de ideas que ponen en peligro los valores fundamentales. Esto provoca una situación de emergencia y en esas circunstancias es aplicable el pensamiento de Santo Tomás de Aquino, que enseña que en tales casos el amor a la patria se equipara al amor a Dios".

Pío Laghi, un nuncio de veras singular que, más allá de su tortuosa misión de emisario del Papa en la Argentina, era propenso a platicar sobre política con Massera, luego, claro, de haber jugado tenis con el almirante.

No había transcurrido siquiera un mes desde el advenimiento del golpe de Estado cuando el joven Ruckauf apareció de improviso en el estudio del doctor Alfredo Allende. En su memoria estaba el entredicho que había tenido con el ex ministro de Frondizi a raíz de las tarifas, razón por la cual se presentó en compañía de Rogelio Frigerio, líder del Movimiento de Integración y Desarrollo, con el propósito de evitar reproches o sinsabores. Allende experimentaba un hondo afecto por Frigerio, su jefe político, el hombre que le había franqueado más de una puerta en su carrera, de modo que ofreció café a los visitantes y, sin decir palabra, se dispuso a prestar oídos. Carlos, le dijo Frigerio, necesita que le hagas una gauchada; tiene miedo; hay gente que lo busca; debe realizar un trámite y pide por favor que lo acompañes. "Es acá nomás", dijo Ruckauf con afabilidad. "En Retiro". Y ambos partieron hacia la zona de Retiro en el automóvil de Allende. Cuando estaban a pocas cuadras de la estación de trenes, Ruckauf confesó el destino: vamos al edificio de la Armada. Allende no pudo ocultar el asombro. "Lo voy a ver a Massera. Con él no tengo ningún problema. Me protege. Pero con los otros, no sé". Allende lo aguardó en el interior del automóvil durante una hora, tiempo que Ruckauf, en el despacho del almirante, empleó para pedir favores y hacer una pregunta: por qué habían detenido a Miguel. Massera le respondió: "El Ejército lo chupó y estoy viendo si puedo modificar la situación. Y lo tuyo es parecido. Suárez Mason te quiere chupar. En tu legajo escribió: `A este pendejo me lo traen a mí`".

Los días siguientes son para Ruckauf un verdadero martirio. No sabe a qué atenerse. Perseguido por el Ejército y los Montoneros, que el día 5 de febrero habían asesinado a su conocido Tarquini --el de la Triple A, el de la revista El Caudillo-- en Quilmes, pero gozando de la protección de la Armada, cuyo real peso en el triunvirato de militares desconoce. Su nombre, además, es uno de los tantos que la Comisión Nacional de Reparación Patrimonial investiga con el fin de establecer el origen de sus bienes. Las horas de angustia, sin embargo, serán contadas. Ramón Ramírez, un suboficial de la Policía Federal que había sido custodio suyo en el ministerio de Trabajo, reaparece a la manera de un salvador caído del cielo y le hace saber que tiene una misión: permanecer a su lado continuamente. Será su centinela, su chofer y también un hombro en el que podrá apoyar la cabeza; no hace falta pagarle un peso; el Estado se encarga de sus honorarios. La situación de Ramírez es por demás extraña. Custodio, simultáneamente, del intendente de la ciudad de Buenos Aires, el brigadier (r) Osvaldo Cacciatore, y de Carlitos, un ex ministro del gobierno derrocado. "Cuando Marisa me llamaba porque necesitaba algo", rememora Ramírez, "yo iba y la ayudaba. Yo la asistía, y también a los chicos. Los llevaba a la escuela, que estaba a dos cuadras". Gracias al repentino y providencial regreso de Ramírez, a partir de mediados de 1976 Ruckauf podrá desplazarse por la vida sin mayores sobresaltos. "El tenía un estudio en Córdoba y Montevideo. No iba todos los días pero cuando necesitaba me llamaba", continúa Ramírez. "Íbamos al cine todos juntos, en patota; también al teatro Colón; a comer ...".

También, al abrigo de la sombra del suboficial, asistirá a los actos oficiales en la escuela donde cursa los estudios primarios su hijo Carlos Germán, y podrá reir hasta desgargantarse en las presentaciones de Les Luthiers. Un pasar, diríase, tolerable, desembarazado de opresivos temores y penurias, sensaciones que la mayoría de los argentinos que conservaban o sostenían ideas políticas de cualquier naturaleza, experimentaban cada día, a cada hora, en todo momento. Una época de la que no hay fotografías que uno pueda contemplar y describir. Si las hay, Ruckauf debe de tenerlas a buen resguardo.

Entretanto, las personas desaparecían. Con urgencia. De la noche a la mañana y sin solución de continuidad. Y los ojos de los otros nada veían, y los oídos de los otros gemido alguno oían. Y las bocas de los otros parecían vanas aberturas, bocas sin fundamento, con talento apenas para engullir en silencio. Había quienes en sus mesas de domingo exponían con orgullo fideos italianos, galletas alemanas, quesos franceses y vinos de Portugal. Había mazapán en las venas. Y en el alma había ajenjo, y pavor y culebras y extrañamiento. La selección argentina había ganado el campeonato mundial de fútbol, motivo por demás suficiente para elevar al paroxismo el atávico furor nacionalista que ha sido uno de los rasgos más distintivos de la historia de la sociedad argentina. Un campeonato que la dictadura había orquestado con el fin de echar por tierra la deplorable imagen que, con sobradas razones, el país había adquirido en el extranjero. Los periódicos argentinos continuaban refiriéndose al hazañoso equipo de Mario Kempes, y en los medios de comunicación del exterior retumbaba la obscenidad del general Acdel Edgardo Vilas: "Los mayores éxitos los conseguimos entre las dos y las cinco de la mañana, la hora en que el subversivo duerme. Yo respaldo incluso los excesos de mis hombres si el resultado es importante para nuestro objetivo".

No resultaba sencillo aprehender con exactitud el significado que la dictadura le confería al término subversivo. A esa palabra los militares la habían embarazado de espeluznantes y erráticas acepciones. En esas diez letras cabían personas de cualquier edad y sexo; inválidas, lisiadas o a poco de nacer. Cabían familias enteras. Carlos Grosso, acaso el principal asesor que Ruckauf había tenido en el ministerio de Trabajo, al parecer pertenecía a esa inconmensurable categoría de gente. Un grupo de táreas lo secuestró días antes del inicio del campeonato mundial, y en un centro de detención clandestino pasó veintisiete días. Mientras Ruckauf gritaba los goles de la selección argentina echado en el sofá del living de su casa de Nicasio Oroño, sintiendo en la nuca el hálito protector del empleado de Cacciatore, Grosso era sometido a brutales torturas que habían de dejarle maltrecha la mandíbula. Lo liberaron la noche en que la selección argentina perdió con la de Italia.

En esas semanas, últimas del invierno de 1978, tras un período de encierro en el penal militar de Magdalena, Lorenzo Miguel fue trasladado a su casa de la calle Murguiondo, en Villa Lugano, para permanecer bajo arresto domiciliario. La buena fortuna del padrino político de Ruckauf fue consecuencia de la negociación que meses antes, en un hotel cercano al Aeropuerto Internacional Charles De Gaulle, en París, había llevado adelante Massera con miembros del Consejo Superior del Peronismo en el exilio, entre ellos Casildo Herreras, ex secretario general de la CGT; el dirigente sindical Raymundo Ongaro, en representación de la izquierda peronista, y Héctor Villalón, un enigmático hacedor de asechanzas políticas vinculado al tráfico de armas que, como antecedente más próximo en el tiempo, lucía la acusación formulada por la justicia francesa sobre su presunta participación en el secuestro del ejecutivo Revelli Beaumont, de la empresa FIAT.

Es que en aquel tiempo Massera había comenzado a brindarle forma y tamaño a su peculiar proyecto político, fundado en la absorción de todos los sectores peronistas proclives a rendirse a sus pies, a ignorar el estado de terror impuesto por el almirante y sus cómplices, y a sumarse alegremente a una aventura cívico-militar de cuño populista. Un proyecto que había de florecer años más tarde, primero a partir del lanzamiento del Movimiento Nacional para el Cambio, y, con posterioridad, a través de la promoción del Partido para la Democracia Social.

Aunque las reuniones políticas estaban prohibidas en todo el país, con prontitud la casa de Villa Lugano cobrará todas las características de un salón habilitado por la Armada para realizar allí inofensivos conventículos. Los encuentros de Miguel con sus amigos y confidentes se tornan habituales. Lesio Romero, titular del gremio de la Carne; Roberto García, del sindicato de taxistas; Carlos Gallo, ex diputado, dirigente del gremio de Telefónicos; Herminio Iglesias, Rafael Cichello, y, claro, Ruckauf, son los concurrentes más puntuales. En ocasiones Massera se hace una escapada. El almirante ha favorecido la situación de Miguel, incluso el contínuo desfile de personas por su casa, pero, desde luego, el anfitrión debe rendirle cuentas acerca de lo que allí ocurre. Debe referirle cada una de las palabras, cada una de las opiniones e ideas que corren en los encuentros. La libertad de Miguel y sus amigos para entregarse a peñas políticas será definitivamente amplia e irrestricta cuando, en abril de 1980, la Junta militar informe a Lorenzo que el arresto domiciliario ha finalizado.

La ubicuidad de Ruckauf a lo largo de ese tiempo de muerte y oprobio, es admirable. Ríe con Massera, dialoga con Miguel, pasea por la ciudad de la mano del suboficial Ramírez, ha sido empleado por Diego Ibáñez para trabajar como asesor legal en el Sindicato Único de Petroleros del Estado (SUPE), y, de sopetón, comienza a frecuentar las mesas del Florida Garden. Estamos a mediados de 1981 y en el pituco bar de Paraguay y Florida un ecléctico grupo de artistas, intelectuales, políticos y periodistas ha adoptado la costumbre de sentarse a una mesa, tres, cuatro veces a la semana, con el propósito de cambiar ideas e información acerca de los vaivenes de la dictadura, y animar el recobro, lerdo, pusilánime, pero perceptible, de la palabra política. Allí, cualquier día, con el crepúsculo, era posible sorprender a Enrique Nosiglia, Alicia Barrios, Jorge Assís y Joaquín Morales Solá; Leopoldo Moreau, Jorge Domínguez, Sergio Renán e Isidoro Gilbert; Ricardo Kirschbaum, Juan Bautista Yofre y María Laura Avignolo, entre otros, sumergidos en acaloradas discusiones. En esas tertulias Ruckauf establecerá una especial correspondencia con Guillermo Cherasny, un ex oficial de Inteligencia de la Marina que ahora había metido el cuerpo en el disfraz de periodista, y Miguel Brezzano, dirigente radical que, como Cherasny, como Ruckauf, gozaba del aprecio de Massera.

En una mesa del Florida Garden, en los días previos a la marcha contra la dictadura que habrá de realizarse el 30 de marzo de 1982 en Plaza de Mayo, Ruckauf perderá la compostura y, a borbollones, dejará escapar una porción de su esencia:"Hay que ir a la marcha. Todos tenemos que ir. Pero si los bolches van, hay que llevar cadenas".

Llegará el último gran despropósito de la dictadura, ese disparate llamado Guerra de las Malvinas que condujo a la muerte a cientos de jóvenes, y al cabo de la luctuosa aventura, más allá de la epidemia de patrioterismo que durante meses habría de atacar a millones de argentinos, tendrá inicio el ocaso final del poder militar que por años había asolado al país. Acorralada por sus propias miserias, presa del desprestigio internacional, en la última semana de febrero de 1983 la Junta resuelve convocar a elecciones nacionales. La fecha establecida, 30 de octubre, hunde a los partidos políticos en un caótico apresuramiento.

El radicalismo no demora en confiar su buena fortuna en la fórmula Raúl Alfonsín-Víctor Martínez. En el Partido Justicialista, conducido por su vicepresidente, Lorenzo Miguel, a causa de la lejanía de Isabel, todavía enclaustrada en Madrid, se absorbe la misma atmósfera que podía absorberse con anterioridad al golpe de 1976. Para los jerarcas del peronismo el tiempo parece no haber transcurrido. Entre ellos, con increíble testarudez, predomina el sueño de patria metalúrgica. Los nombres se repiten: Miguel, Ibáñez, Ruckauf, Luder, Unamuno, Iglesias. Espejo, cada uno de ellos, y a su manera, desde luego, de los principios más conservadores, violentos y retrógrados del peronismo. Con extraño frenesí se ponen a clamar por el retorno de Isabel a la Argentina; la declaran jefa indiscutida del movimiento obrero y peronista; a Madrid envían una y otra vez emisarios que regresan doblegados por una realidad, nada novedosa, que les cuesta creer: para Isabel la vida está en otra parte; no habla, no responde, no emite siquiera una palabra de aliento. La mujer da la impresión de haber sufrido una repentina afasia. Las conversaciones para conformar las listas de candidatos, pues, giran alrededor de lo que Miguel dispone. Tan sólo Roberto Digón, Carlos Holubica, Antonio Cafiero y Mario González, fundadores del Movimiento Unidad, Solidaridad y Organización (MUSO), intentan proporcionarle al debate un tibio aire de renovación. Pero es en vano. Lorenzo es propietario absoluto de la estructura, razón por la cual no tarda en desalentarlos, primero, e integrarlos a una lista de unidad posteriormente. Cafiero, no obstante, rehuye a la tentación y anuncia que disputará la candidatura a la gobernación de la provincia de Buenos Aires con Herminio Iglesias.

Miguel, Ruckauf y Luis Santos Casale, ex oficial de la Marina mercante y, al igual que los primeros, cultor de la estampa de Massera, son los hacedores de las listas. Envalentonado por la holgada victoria que obtiene en la Capital Federal frente a la corriente de Julio Guillán --dirigente de la línea Convocatoria, liderada por Carlos Grosso--, Ruckauf comete un error que lamentará por años. Rechaza el consejo y ofrecimiento de Miguel: encabezar la nómina de candidatos a diputado nacional. No, de modo alguno, repone. El cargo de diputado no lo satisface. Está persuadido de que el peronismo triunfará en el comicio nacional, en todos los distritos, por tanto bien puede pretender la consecución de un cargo honorífico de mayor prestigio. Quiere ser senador por la Capital. Y Lorenzo acepta. Juan José Taccone, dirigente de Luz y Fuerza, es designado segundo candidato a la senaduría. El irreductible poder del sindicalismo en el interior del Partido Justicialista será por completo manifiesto semanas más tarde, cuando Iglesias, en el transcurso de un congreso repleto de irregularidades y grotescas escaramuzas, logre imponer su candidatura a la gobernación, a pesar de los ulteriores pataleos legales de su oponente, Antonio Cafiero.

Miguel, en fin, había hecho y deshecho a su antojo. Una faena que tendría como festivo final, sesenta días antes del comicio, la proclamación de la fórmula presidencial Italo Luder-Deolindo Bittel.

La catadura de los candidatos del justicialismo causa en Massera un irrefrenable contento. Su partido, para la Democracia Social, hace saber que no presentará candidatura propia a la presidencia de la Nación, y, a través de una carta que remite a los medios de comunicación desde el apostadero naval Buenos Aires, el almirante, carnet No. 478 en la logia P2, informa que la pareja Luder-Bittel es la más apropiada para retomar el camino democrático. "Cómo se han equivocado aquellos que supusieron que destruyendo mi personalidad moral iban a conseguir frustrar nuestro movimiento", escribe Massera en la misiva. "En primer lugar, porque yo no estoy derrotado ni mucho menos. En segundo, porque nosotros hemos recogido las antiguas y vibrantes banderas nacionales a las que agregaremos la fertilidad de una renovación histórica". Idéntica postura asume en la provincia de Buenos Aires, donde pasa a retiro a sus candidatos y decide plegarse a Herminio Iglesias. Las palabras que días más tarde formulará el ex ministro Ángel Federico Robledo, sumadas a las apreciaciones de Massera, serán tomadas por el radicalismo como una confirmación de la denuncia hecha por Alfonsín acerca de la existencia de un pacto militar-sindical. "Las Fuerzas Armadas", dirá Robledo con notable inocencia, "prefieren un triunfo electoral del justicialismo antes que el ascenso de los radicales con la figura de Raúl Alfonsín".

Ruckauf, entonces, flota, se echa a andar por la ciudad lleno de alegría, lanzando por toda parte su discurso revolucionario. La certeza de una victoria le ha provocado una embriaguez de la que no consigue librarse. Un día, con los primeros resplandores del sol, va al puerto de Buenos Aires y suelta su arenga: "¡Herminio en Buenos Aires, yo en la capital y Luder en la presidencia, garantizamos que vuelven los días peronistas!". Ladeado por Taccone, el suboficial Ramírez, y una decena de matones va a Plaza Houssey y de cara a cientos de estudiantes universitarios vocifera: "¡Aquí está el movimiento, el pueblo peronista!. El ejemplo de la conducción de Perón, Evita e Isabel. ¡Aquí estamos los que fuimos perseguidos, hambreados, con nuestros muertos y desaparecidos, dispuestos a construir el cuarto gobierno peronista!. Les vamos a demostrar a los gorilas que nosotros somos la vida, y lo vamos a concretar sin revanchas y con justicia".

Un adelanto de los días peronistas cuyo regreso Ruckauf ha prometido, sucede en el acto de cierre de la campaña del Partido Justicialista, horas antes del comicio, en la avenida Nueve de Julio. Acaso un millón de personas que al compás de bombos y matracas gritan:"¡Siga, siga, siga el baile, al compás del tamboril, que el domingo lo aplastamos, lo aplastamos a Alfonsín!"; "¡Se murió Illia, se murió Balbín, y el 30 de octubre se muere Alfonsín!". Enormes retratos de Isabel, Evita y Perón le brindan al palco oficial un aire cargado de misticismo y melancolía. Una llovizna perezosa e intermitente envuelve a la muchedumbre. Juan Carlos Rousselot, locutor, viejo compinche de López Rega, es el maestro de ceremonias que, sin tomarse respiro, informa a cada minuto: "¡Ya somos dos millones de peronistas!". Ruckauf y Cafiero han sido los primeros en poner los pies sobre el escenario. Entre el gentío es posible advertir decenas de féretros en cuya tapa sobresale la sigla UCR o, sin rodeos, el apellido Alfonsín.

A contados metros de Rousselot, la actriz Libertad Leblanc alza una mano, con dedos sostenidos hace la V y luego se pone a firmar camisetas en las que han estampado Herminio es Pueblo. Litto Nebbia, Jaime Torres, Ana María Picchio e Irma Roy echan palmadas al aire. Y Rousselot repite a viva voz: "¡Ya somos dos millones de peronistas!".

De pronto, en la noche peronista del obelisco, suena el cántico: "¡Paso, paso, paso, se viene el Peronazo!".

A partir del 24 de marzo de 1976, y hasta las últimas semanas de la dictadura, hubo, no caben dudas, un exterminio planificado. Más de cuatro mil desaparecidos en 1976; 342 por mes; once por día. Más de tres mil en 1977; 238 por mes; ocho por día ... El ochenta por ciento de los treinta mil desaparecidos tenía entre 16 y 35 años. Trescientos cuarenta campos clandestinos de detención diseminados a lo largo del país. La dictadura no sólo había abovedado a una generación de políticos, dirigentes e intelectuales, cuya presencia en esos momentos resultaba vital. A lo largo de siete años de hecatombe y barbarie que de manera ocurrente habían resuelto denominar Proceso de Reorganización Nacional, los militares habían elevado de siete mil millones a cuarenta mil millones de dólares la deuda externa. También habían favorecido el enriquecimiento de una decena de empresarios que desde entonces dominan los movimientos del país. Pero, por sobre todas las cosas, mediante el terror, habían logrado encapuchar a una sociedad, enredarla entre los pliegues del olvido, trastornarle la identidad. Hacer del país, en fin, una ilimitada tierra yerma. Por donde pasan, decía Tácito, los romanos dejan un desierto y lo llaman paz. En el desierto que había dejado un gobierno de asesinos tenebrosos, Ruckauf había sabido moverse con la sabiduría de un beduino.
[Fuente: Hernán López Echague, del libro "El hombre que ríe". Escritor y periodista argentino, 13ene01]

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